por Jesús Camarero (Amano 3, "Cuaderno Inista", 1996)
El lector visivo contempla el objeto-signo del poema inista y percibe profusión, reversibilidad, recursión, secuencialidad y clonicidad buscadas con ahínco, pasión y calculada lógica, es decir, consume una dosis elevada de significancia organizada por pautas estéticas que trascienden ese signo-síntoma intermediático y lo invierten en objeto artístico altamente significante. En algunos casos no sabríamos distinguir entre el modo lingüístico y el plástico porque muchas obras fusionan ambos dominios con una naturalidad y espontaneidad sorprendentes: no en vano el signo inista -inema- resulta de una complejidad sumamente beneficiosa que viene de ese carácter pictotextual o mixto que incluso ha inundado ya la literatura contemporánea (véase el caso de Michel Butor), al mismo tiempo que ha enjugado las experiencias de múltiples vanguardias artísticas y literarias, incorporando con cierto sistema una técnica intermediática en la que el texto y la imagen son una misma cosa, tal y como había previsto Apollinaire en sus experimentos caligramáticos. La nómina de objetos y signos representados (los signos doblemente representados) es ingente y su tipología se propone como tema de estudio urgente. Porque el inista tiene el desafío del soporte vacuo y provocativo, sufre el horror vacui como cualquier creador simbólico, pero su reacción, lejos de ser tímida, resulta pletórica de trazos, letras, manchas, dibujos y figuras, y tiene un modo de componer el espacio de la representación que suscita en el lector/visualizador cierta ansiedad por consumir la obra, por recorrerla en todas sus direcciones, por hilvanar el tejido pictotextual hecho a base de mestizaje mediático... Todo ello constituye un fenómeno de repleción sistemática de la sustancia matérica, plural y pululante que el artista-poeta sabe ordenar en una instantánea sugerente, repleta, enredadora, casi arácnida.
La letra, la palabra e incluso, la pequeña frase, se inscriben en el soporte como unos componentes o materiales que no sólo ocupan un lugar por su significado en la cadena escrita-representada, sino que además pasan a realizar funciones añadidas de significación dentro de una codificación plástica, es decir, que los grafos asociados a esas palabras sobredimensionan su materialidad gráfica para ejecutar una representación que escapa a la linealidad tópica lingüístíca y que pasa a distribuirse de modo a veces caprichoso sobre el soporte, amalgamándose además con todo tipo de componentes figurativos más o menos pautados.
De ahí el esfuerzo tipográfico que caracteriza la mayoría de las composiciones inistas: la tipología resulta ser el mecanismo adecuado (junto a otros complementos cercanos al diseño infográfico) para lograr esa sobredimensión formal del grafo-letra, de la representación gráfica de la lengua que aquí exagera o subraya su disposición, trazado, grosor, tamaño o color, al mismo tiempo que permite la motilidad necesaria para interactivarse con las figuras inscritas también en el espacio creativo de la obra. Por otro lado, cuando contemplamos algunas composiciones construídas con figuras-signos recurrentes, ordenados, secuencializados, taxonomizados geométricamente en la caja del soporte, los signos dejan de ser una unidad significante autónoma y se inscriben en un todo, en un todo-signo: de este modo la imagen resultante significa y comunica gracias a una percepción que no puede obviar la acumulación proliferante, repetitiva y espacial de las unidades que componen el juego de la obra; y lo que significa quizá con mayor intensidad es precisamente esa misma reiteración provocada y buscada, absolutamente clónica, que no deja lugar para la autonomía de las unidades (dada la intensidad de la secuencialización) y que sólo deja consumir el efecto mismo de su consumo, es decir, la sensación de una reiteración sistémica que estaba en el origen mismo de la composición.
Hay obras-lenguaje en las que determinadas secuencias de iconos recurrentes/variables establecen un principio codicológico para una posible comunicación basada en un alfabeto cuyos signos no son habituales o están desviados (pictogramas), y hay figuras o conjuntos figurativos en algunas composiciones en las que la letra es el ladrillo en el muro (secuencias alfabéticas o lenguajes nuevos) sin resultar por ello ningún impedimento pues, antes al contrario, la composición letrística (que no letrista) se consume -como en los caligramas- de dos modos: por su enteridad plástico-figurativa y por su fragmentariedad lingüístico-escritural. Esta polaridad invertida de la iconicidad alfabética y del lenguaje icónico, con ser complementaria en su propia dinámica interna, no deja de plantear el argumento de un problema que aún se debate en el seno de la Semiótica entendida como ciencia que se ocupa de los modos o sistemas de significación, cual es la reversibilidad o variabilidad de las unidades que conforman los sistemas de signos, es decir, el desafío que supone afrontar: a) una tipología extensísima y compleja de signos dispersos, fragmentarios y diferidos, b) una taxonomía organizada y eficaz de todas esas unidades, c) una morfología funcional de las unidades dentro de sus respectivos sistemas, y d) una teoría -semiótica- de conjunto.
A la sintaxis lingüística, reducida obviamente en el marco plástico de la composición inista, cabe añadir una sintaxis plástica de mayor amplitud que la lingüística y que lograría englobarla al conseguir someter a las letras y palabras a una relación de distribución de los componentes basada no ya en el diseño semántico de la representación lingüístico-escritural, sino sobre todo en el juego de hibridaciones o amalgamas que se producen, dentro de la obra, entre procedimientos más próximos a la pintura que a la escritura tradicional. Esas "pinturas de palabras" que creemos percibir en muchas composiciones inistas, no son entonces mensajes escritos que hayan sido manipulados para alterar (estéticamente) su significado, sino poemas figurativos -o, mejor dicho, iconicidad lírica- donde en muchos casos la deriva típica de la escritura ha sido cabalmente desarticulada para obtener trayectorias y recorridos en los que el lector/visualizador resulta ser más activo que de costumbre. Un ejemplo claro de esto que describimos son las palabras que se inscriben dentro de o juntamente con ciertas figuras: las letras se vacían en un color blanco sobre fondo negro, se borran parcialmente al ser inundadas por la imagen (ellas también son ya imagen), arropan algunos de los trazos y, de algún modo, se vuelven trazo también, es decir, recuperan su origen primigenio en el que estaban asociadas al dibujo.
En este mismo sentido resultan de especial interés las formas grafemáticas de multitud de signos que componen secuencias "alfabéticas" de un lenguaje extraño, diferente y que desborda los códigos habituales de nuestra comunicación. Casi siempre se trata de trazos muy simples con variaciones calculadas que permiten discriminar unidades diferentes de un mismo sistema que, a veces incluso, llega a constituir un alfabeto alternativo (en el caso de Lenguaje de los signos o alfabeto para sordos, de Ibirico). Esta tipología, tan cercana a los pictogramas, ideogramas y logogramas, resulta de un impacto estético notable, al recomponer de algún modo un arte que viene desde las cavernas y que aún hoy sigue prodigando nuevas formas de expresión siempre diferentes, como si un mismo impulso simbolizante guiara la expresión del artista primitivo y del artista de vanguardia, como si la escritura volviera a descubrir sus orígenes y su funcionamiento representacional, como si la pintura y la plástica en general hubieran sintetizado -en el laboratorio del artista contemporáneo- un compuesto básico para hacer posible la expresión moderna del signo. El caso extremo es el de las realizaciones videoinipoéticas, en las que el videoinipoema supone un tipo de obra avanzado que subraya sobremanera el carácter multimediático de la composición inista, haciendo real la funcionalidad de ese "código universal infinito" que el Inismo tiene como patrón compositivo de sus obras, es decir, eliminando las barreras funcionales que separaban los distintos medios de representación (multimedia) y transfiriendo códigos de unos medios a otros (intermedia). El vídeo, como integrador de varios medios de representación que funcionan simultáneamente (véase también los nuevos software multimedia), permite obtener unos resultados nada habituales donde se integran intermediáticamente letras (en movimiento, además), secuencias alfabéticas organizadas o no lingüísticamente, color, luz/sombra, sonidos/música, zoom, borrados (pantalla neutra) y algunos tratamientos de tipo infográfico. De tal modo que la imagen es el texto y el texto es la imagen, pues la aleación entre los registros -tradicionalmente estancos- de lo verbal y lo icónico permite configuraciones nuevas y sugerentes, como el Monogogo acceso de Bertozzi: la luz que surge de los fuegos artificiales rompe la pantalla negra de la noche y permite ver como entre bastidores el texto sobre el fondo del cosmos, al mismo tiempo que se oye el griterío humano y se escucha la música purcelliana-electrónica, en un contexto de verbena audiovisual e icónicoverbal rebozada de ensueño, misterio y exotismo.
El compositor inista reúne las piezas de su puzzle, las baraja, mezcla y tergiversa. Del batiburrillo alquímico surge mágicamente la belleza en forma sígnica: las figuras, los grafos, las escrituras, los gramma proliferan, se ordenan, se recolocan, desafían al soporte para someterse finalmente al impulso plástico y magistral del artista: el experimento cósmico y ultramatérico del hacedor de signos queda performado en un instante del big-bang.
La letra, la palabra e incluso, la pequeña frase, se inscriben en el soporte como unos componentes o materiales que no sólo ocupan un lugar por su significado en la cadena escrita-representada, sino que además pasan a realizar funciones añadidas de significación dentro de una codificación plástica, es decir, que los grafos asociados a esas palabras sobredimensionan su materialidad gráfica para ejecutar una representación que escapa a la linealidad tópica lingüístíca y que pasa a distribuirse de modo a veces caprichoso sobre el soporte, amalgamándose además con todo tipo de componentes figurativos más o menos pautados.
De ahí el esfuerzo tipográfico que caracteriza la mayoría de las composiciones inistas: la tipología resulta ser el mecanismo adecuado (junto a otros complementos cercanos al diseño infográfico) para lograr esa sobredimensión formal del grafo-letra, de la representación gráfica de la lengua que aquí exagera o subraya su disposición, trazado, grosor, tamaño o color, al mismo tiempo que permite la motilidad necesaria para interactivarse con las figuras inscritas también en el espacio creativo de la obra. Por otro lado, cuando contemplamos algunas composiciones construídas con figuras-signos recurrentes, ordenados, secuencializados, taxonomizados geométricamente en la caja del soporte, los signos dejan de ser una unidad significante autónoma y se inscriben en un todo, en un todo-signo: de este modo la imagen resultante significa y comunica gracias a una percepción que no puede obviar la acumulación proliferante, repetitiva y espacial de las unidades que componen el juego de la obra; y lo que significa quizá con mayor intensidad es precisamente esa misma reiteración provocada y buscada, absolutamente clónica, que no deja lugar para la autonomía de las unidades (dada la intensidad de la secuencialización) y que sólo deja consumir el efecto mismo de su consumo, es decir, la sensación de una reiteración sistémica que estaba en el origen mismo de la composición.
Hay obras-lenguaje en las que determinadas secuencias de iconos recurrentes/variables establecen un principio codicológico para una posible comunicación basada en un alfabeto cuyos signos no son habituales o están desviados (pictogramas), y hay figuras o conjuntos figurativos en algunas composiciones en las que la letra es el ladrillo en el muro (secuencias alfabéticas o lenguajes nuevos) sin resultar por ello ningún impedimento pues, antes al contrario, la composición letrística (que no letrista) se consume -como en los caligramas- de dos modos: por su enteridad plástico-figurativa y por su fragmentariedad lingüístico-escritural. Esta polaridad invertida de la iconicidad alfabética y del lenguaje icónico, con ser complementaria en su propia dinámica interna, no deja de plantear el argumento de un problema que aún se debate en el seno de la Semiótica entendida como ciencia que se ocupa de los modos o sistemas de significación, cual es la reversibilidad o variabilidad de las unidades que conforman los sistemas de signos, es decir, el desafío que supone afrontar: a) una tipología extensísima y compleja de signos dispersos, fragmentarios y diferidos, b) una taxonomía organizada y eficaz de todas esas unidades, c) una morfología funcional de las unidades dentro de sus respectivos sistemas, y d) una teoría -semiótica- de conjunto.
A la sintaxis lingüística, reducida obviamente en el marco plástico de la composición inista, cabe añadir una sintaxis plástica de mayor amplitud que la lingüística y que lograría englobarla al conseguir someter a las letras y palabras a una relación de distribución de los componentes basada no ya en el diseño semántico de la representación lingüístico-escritural, sino sobre todo en el juego de hibridaciones o amalgamas que se producen, dentro de la obra, entre procedimientos más próximos a la pintura que a la escritura tradicional. Esas "pinturas de palabras" que creemos percibir en muchas composiciones inistas, no son entonces mensajes escritos que hayan sido manipulados para alterar (estéticamente) su significado, sino poemas figurativos -o, mejor dicho, iconicidad lírica- donde en muchos casos la deriva típica de la escritura ha sido cabalmente desarticulada para obtener trayectorias y recorridos en los que el lector/visualizador resulta ser más activo que de costumbre. Un ejemplo claro de esto que describimos son las palabras que se inscriben dentro de o juntamente con ciertas figuras: las letras se vacían en un color blanco sobre fondo negro, se borran parcialmente al ser inundadas por la imagen (ellas también son ya imagen), arropan algunos de los trazos y, de algún modo, se vuelven trazo también, es decir, recuperan su origen primigenio en el que estaban asociadas al dibujo.
En este mismo sentido resultan de especial interés las formas grafemáticas de multitud de signos que componen secuencias "alfabéticas" de un lenguaje extraño, diferente y que desborda los códigos habituales de nuestra comunicación. Casi siempre se trata de trazos muy simples con variaciones calculadas que permiten discriminar unidades diferentes de un mismo sistema que, a veces incluso, llega a constituir un alfabeto alternativo (en el caso de Lenguaje de los signos o alfabeto para sordos, de Ibirico). Esta tipología, tan cercana a los pictogramas, ideogramas y logogramas, resulta de un impacto estético notable, al recomponer de algún modo un arte que viene desde las cavernas y que aún hoy sigue prodigando nuevas formas de expresión siempre diferentes, como si un mismo impulso simbolizante guiara la expresión del artista primitivo y del artista de vanguardia, como si la escritura volviera a descubrir sus orígenes y su funcionamiento representacional, como si la pintura y la plástica en general hubieran sintetizado -en el laboratorio del artista contemporáneo- un compuesto básico para hacer posible la expresión moderna del signo. El caso extremo es el de las realizaciones videoinipoéticas, en las que el videoinipoema supone un tipo de obra avanzado que subraya sobremanera el carácter multimediático de la composición inista, haciendo real la funcionalidad de ese "código universal infinito" que el Inismo tiene como patrón compositivo de sus obras, es decir, eliminando las barreras funcionales que separaban los distintos medios de representación (multimedia) y transfiriendo códigos de unos medios a otros (intermedia). El vídeo, como integrador de varios medios de representación que funcionan simultáneamente (véase también los nuevos software multimedia), permite obtener unos resultados nada habituales donde se integran intermediáticamente letras (en movimiento, además), secuencias alfabéticas organizadas o no lingüísticamente, color, luz/sombra, sonidos/música, zoom, borrados (pantalla neutra) y algunos tratamientos de tipo infográfico. De tal modo que la imagen es el texto y el texto es la imagen, pues la aleación entre los registros -tradicionalmente estancos- de lo verbal y lo icónico permite configuraciones nuevas y sugerentes, como el Monogogo acceso de Bertozzi: la luz que surge de los fuegos artificiales rompe la pantalla negra de la noche y permite ver como entre bastidores el texto sobre el fondo del cosmos, al mismo tiempo que se oye el griterío humano y se escucha la música purcelliana-electrónica, en un contexto de verbena audiovisual e icónicoverbal rebozada de ensueño, misterio y exotismo.
El compositor inista reúne las piezas de su puzzle, las baraja, mezcla y tergiversa. Del batiburrillo alquímico surge mágicamente la belleza en forma sígnica: las figuras, los grafos, las escrituras, los gramma proliferan, se ordenan, se recolocan, desafían al soporte para someterse finalmente al impulso plástico y magistral del artista: el experimento cósmico y ultramatérico del hacedor de signos queda performado en un instante del big-bang.
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