A lo que Azaola acostumbraba cuando terminaba en la oficina y pisaba al fin la calle y metía la primera bocanada de aire en los pulmones, era, después de pasar unas horas sentado a la barra de un bar espantando al pelmazo de turno o mirando los contoneos e insinuaciones de la fulana de la mesa de atrás y el partido al mismo tiempo, o en el apartamento ruinoso de una compañera que lo invitaba, donde se le permitía hacer de todo menos conocer sus padres, a volver de madrugada al piso propiedad de su mujer y gravemente y con júbilo reprimido instalarse junto a los objetos que más amaba y echó de menos en su ausencia, los que de verdad podía decir que poseía, que eran suyos, y no de su mujer, como el coche o la casita de la playa. Todos allí reunidos, en formación para ser revistados, tal como él los dejó colocados esa mañana, primero los contemplaba largo rato y luego los tocaba y se decía a sí mismo un hombre con suerte por saber apreciar riquezas que nadie creía tales: sus libros. Después arrastraba un sillón, que situaba entre la lámpara y una mesa, sobre la que habían una botella de gin y un vaso, de manera que al sentarse quedase enfilado el estante de su librería. Entonces ponía a funcionar a Mantovani, descorchaba la botella, se servía un vaso, se sentaba y abría el libro que había seleccionado para esa noche por el capítulo 22 para leer reiteradamente aquella parte en que el reverendo Padre Elías dos Feos, misionero por encomienda real en la “Tierra Papagally", se sintió perdido y nada ya creyó podría salvado.
Habría leido aquellas páginas unas quinientas veces y aún no se cansaba de seguir hojeándolas durante horas al final de cada jornada, a pesar de las constantes protestas con que su esposa lo torpedeaba, argumentando con no poca razón que el olor a tabaco y a gin pasen, pero que lo del tocadiscos a tope y lo del gasto de luz con el flexo conectado toda la noche, eso.ya no, eso sobrepasaba los límites de su paciencia. Él callaba todo el rato que duraba la perorata, y después, con tono conciliador, prometía que no se volverían a repetir aquellas faltas y que procuraría en cuanto entrara en casa quitarse los zapatos para no embarrar con ellos el suelo del corredor que tanto trabajo le había costado abrillantar. Su esposa, ante contestación de semejante incongruencia, aunque con eficaces resultados, terminaba actuando de la manera que él pretendía, es decir, soltando un estremecedor aullido y huyendo a alguna parte de la casa, la más solitaria y alejada, tras dejar oír algunos portazos en su retirada.
Él podía, mientras tanto duraba aquel silencio, adentrarse nuevamente en los entresijos de la historia del Padre Dos Feos, justamente en la escena en que fuera a ser martirizado aquél por la tribu de indígenas que lo apresó. El propio protagonista adivinaba que era el fin y se preparó para afrontarlo, sin temores y sabiendo que el Todopoderoso habría de acogerlo en su seno celestial con los brazos abiertos. No opuso resistencia y se dejó conducir hacia una enorme losa, donde se le ordenó, en una lengua que conocía aunque simuló no entender, se tumbara. Tampoco se dejó amedrentar cuando aquellos salvajes tiraron de sus sencillas enaguas hasta conseguir rasgárselas. Su piel blanca los horrorizó o tal vez terminó de enfadarles aún más, el caso es que de un modo u otro su actitud no varió un ápice: era necesario el sacrificio del extranjero, con lo cual obtendrían el perdón de sus dioses, a los que habían tenido olvidados a cambio de las nuevas deidades y creencias que hombres como aquel les habían traído de lejanas tierras. Algo viscoso le forzaron a beberse, lo que en breve propició entrara en una especie de trance durante el cual su imaginación parecía tomarlo todo de distinto modo y forma a como era. La espesa maraña selvática fue tomando formas muy determinadas, así un árbol parecía una lámpara y una liana el cordel de una cortina. Hasta la misma piedra donde yacía era más blanda ahora, como un sillón. La bruma húmeda y fría cobraba volumen, y su temperatura ascendía. Nada olía como antes, a hongos y a musgo verde, sino más bien a algo nauseabundo, etílico, que quemaba su respiración. Los propios rostros morenos y pintarrajeados del salvaje se fusionaban extrañamente en uno sólo, el de una mujer que se abalanzó sobre él y con un cuchillo afilado le extrajo el corazón. El libro cayó sobre el piso de tierra y maleza aún sin tiempo de definirse éste como una moqueta.
fanzine Amano # 3, 1996.
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