Prospectos de cine de el Laboratorio de Procesamiento de Signos de Industrias Mikuerpo en el # 1 de Amano (1995).
¿Bocados de realidad? Todo es mentira
A propósito de la película Reality Bites, de Ben Stiller (1994)
De una película que se plantea la situación de los jóvenes nihilistas de los noventa y que además de hace llamar "Reality Bites" se puede esperar mucho. Se puede esperar que los jóvenes protagonistas tengan problemas (siquiera sean del carácter "mi-problema-es-que-no-tengo-problemas"), que los solucionen o que perezcan con ellos: ambas cosas son esperables; y se puede esperar que aproveche ese maravilloso título para mostrarnos algo verdaderamente indigerible, aparte del producto mismo, algo como el almuerzo desnudo de un post-desquiciado. Si además se anuncia comercialmente como el "manifiesto de los veinteañeros de los noventa" cabe esperar que realice un buen mosaico global de actitudes y problemata en la era de la dispersión y de la confusión. Pero si el manifiesto lo enuncia la encantadora musa de los capullos Wynona Ryder rápidamente nos daríamos cuenta de que bocados de realidad es demasiada mierda para esa boca, que no le saldrá, que no lo sabrá. Y si la mierda aparece envuelta en una historia de amor adolescente como las que ponen en la tele a las doce del mediodía, happy end incluso, puede que abandonemos toda esperanza. Y si mediada la película parece que se nos vende que los problemas sociales de la juventud americana aparecen descritos en la histeria sidótica de X, la identidad homosexual mal asumida de Y, los sueños de ser una rock-star de Troy y la elección de pareja de Lelaina, entonces habremos de reconocer que parecía, olía, sabía, era mierda.
Hay un mercado de gentes ofuscadas que esperan consignas. Las que emite esta película participan de la simplicidad del gurú Coupland y de su nivel de análisis (demasiado concretas para ser insertadas en la realidad ambigua que quiere reflejar, y que al revés, son reflejadas por ella como uno más de sus brillos y sus adornos). En realidad, en esta película el mayor problema no deja de resolverse con paternales cheques de gasolina, y el mejor chiste ya nos lo sabíamos.
El asunto no es que las latas de cocacola aparezcan por paquetes de doce, ni que las marcas de ropa sean tan reconocibles; en cualquier caso son objetos que están ahí, en esa realidad de nuestros bocados y nuestros tragos. Coca Cola ha dejado de necesitar el truco de la subliminalidad desde que goza de omnipresencia: esta omnipresencia la hace de por sí subliminal e inapreciable, tal vez a ello responde la sorprendente serialidad de la que se hace gala en este filme. El verdadero problema se enuncia de este modo: el director de la película es en la película el productor de la película que está realizando Lelaina. El productor de "Reality Bites" es Danny de Vito, quien no creemos que milite en la Generación X y que, al fin y al cabo, es quien habla. El productor revienta a Lelaina su película con un montaje de videoclip y la inclusión de spots publicitarios de patrocinadores, con el argumento de que hay que venderlo como un postre, pero no por ello dejará de ser solomillo. Naturalmente Lelaina no lo cree y lo manda allí. El argumento en el que se resuelve la película es inverso: se nos vende como solomillo y no deja de ser un postre empalagoso, cargado de colesterol culturalista, que ni siquiera parece lo que es, sino que es lo que parece. Calificación: Inocua.
Los cuentos del abuelo
A propósito de la película Historias del Kronen, de Montxo Armendáriz (1994)
Hace cosa de un año lanzaron mediante la "estrategia del premio", muy común en este país, a un joven autor llamado José Ángel Mañas y un género impostado de América: era el Moraleja Psycho, y no tardó en hacer furor y en ser mal comprendido. Lo mejor de la novela, aparte de captar a la perfección un lenguaje de doce palabras, era su neutralidad moral y el ritmo de lectura que imponía. Éste nos introducía (sin necesidad de iniciación) en el vacío y el vértigo que gobernaba a los personajes; aquélla nos permitía captar en toda su desnudez la verdad que quería contarnos.
En el cine, claro, las cosas funcionan de otro modo, y en el de Armendáriz mucho más. En "Historias del Kronen" el abuelo no ha sabido o no ha querido captar el ritmo de la historia, impidiendo que nuestros sentidos se impliquen en ella (problema formal con connotaciones morales) ni ha respetado la neutralidad moral de la obra original (problema moral factible de ser resuelto al nivel de la forma). Ambos problemas parecen hundirse en un sólo planteamiento.
El Laboratorio todavía se acuerda de cuando Armendáriz contó esta misma película bajo el título de "27 horas". Aquella película periférica y de brumas se dejaba narrar mejor por el ritmo y el estilo de un buen director de cine lento como Armendáriz. No obstante, no se trata de un mero asunto de incompatibilidad de caracteres entre ambos guionistas. Si queremos comprender por qué no ha querido o no ha sabido Armendáriz (60 años) aprender de Mañas (alrededor de 25) hemos de indagar la relación estética que instaura tan curioso tándem. Y aquí es donde nos suena la escena central de la película, la que la salva de no ser otra cosa que la novela, esto es, una historia donde no pasa nada, y sin embargo todo pasa muy deprisa, que no empieza ni acaba, que se consume vorazmente y no alimenta, aceptable sólo porque el mundo es inaceptable. Nos referimos a la escena del encuentro cómplice del gilipollas central de la trama con su abuelo. El abuelo es una figura que en la novela comparece sólo bajo la forma difusa del concepto, su ausencia, su muerte; en la película, sin embargo, representa una función positiva, planteando en términos radicales la cuestión moral como cuestión, parece, semántica: tienes que guardar tu palabra, acaso el origen del mal reside en la volubilidad de los significados.
El paréntesis que instituye la intervención estética de Armendáriz en la novela de Mañas se parece al paréntesis que instaura en la vida vertiginosa y vacía del protagonista el discurso del abuelo sobre la caducidad y el horror de las imágenes mediáticas. Esas palabras cobran su aténtico sentido cuando, tras la catarsis producida en el grupo por el (comprobamos con horror) nada accidental asesinato de uno de sus componentes, Carlos se niega, contra la opinión de su amigo, a deshacerse del cuerpo del delito, una imagen grabada que habían deseado y buscado. Pero ya este gesto sólo resulta consecuente con su anterior inconsecuencia.
Verdaderamente Armendáriz ha conseguido en esta transcripción fílmica una reflexión sobre el cine, la imagen en general, y su relación con la palabra y el sentido, si bien lo ha hecho al precio de explicitar demasiado su mensaje. Esta actitud nos parecería honesta si no hubiese ido acompañada de una operación publicitaria que carece de todos los escrúpulos morales apuntados y que vende (y esto conniventemente con la película) una imagen negativa y generalizadora de una generación. Y es que aquello poco que pudiera haber de cierto en el tópico mercadotécnico de la "Generación X" llegará a convertirse en sumamente cierto de tanto ser mentado y comentado.
¿Bocados de realidad? Todo es mentira
A propósito de la película Reality Bites, de Ben Stiller (1994)
De una película que se plantea la situación de los jóvenes nihilistas de los noventa y que además de hace llamar "Reality Bites" se puede esperar mucho. Se puede esperar que los jóvenes protagonistas tengan problemas (siquiera sean del carácter "mi-problema-es-que-no-tengo-problemas"), que los solucionen o que perezcan con ellos: ambas cosas son esperables; y se puede esperar que aproveche ese maravilloso título para mostrarnos algo verdaderamente indigerible, aparte del producto mismo, algo como el almuerzo desnudo de un post-desquiciado. Si además se anuncia comercialmente como el "manifiesto de los veinteañeros de los noventa" cabe esperar que realice un buen mosaico global de actitudes y problemata en la era de la dispersión y de la confusión. Pero si el manifiesto lo enuncia la encantadora musa de los capullos Wynona Ryder rápidamente nos daríamos cuenta de que bocados de realidad es demasiada mierda para esa boca, que no le saldrá, que no lo sabrá. Y si la mierda aparece envuelta en una historia de amor adolescente como las que ponen en la tele a las doce del mediodía, happy end incluso, puede que abandonemos toda esperanza. Y si mediada la película parece que se nos vende que los problemas sociales de la juventud americana aparecen descritos en la histeria sidótica de X, la identidad homosexual mal asumida de Y, los sueños de ser una rock-star de Troy y la elección de pareja de Lelaina, entonces habremos de reconocer que parecía, olía, sabía, era mierda.
Hay un mercado de gentes ofuscadas que esperan consignas. Las que emite esta película participan de la simplicidad del gurú Coupland y de su nivel de análisis (demasiado concretas para ser insertadas en la realidad ambigua que quiere reflejar, y que al revés, son reflejadas por ella como uno más de sus brillos y sus adornos). En realidad, en esta película el mayor problema no deja de resolverse con paternales cheques de gasolina, y el mejor chiste ya nos lo sabíamos.
El asunto no es que las latas de cocacola aparezcan por paquetes de doce, ni que las marcas de ropa sean tan reconocibles; en cualquier caso son objetos que están ahí, en esa realidad de nuestros bocados y nuestros tragos. Coca Cola ha dejado de necesitar el truco de la subliminalidad desde que goza de omnipresencia: esta omnipresencia la hace de por sí subliminal e inapreciable, tal vez a ello responde la sorprendente serialidad de la que se hace gala en este filme. El verdadero problema se enuncia de este modo: el director de la película es en la película el productor de la película que está realizando Lelaina. El productor de "Reality Bites" es Danny de Vito, quien no creemos que milite en la Generación X y que, al fin y al cabo, es quien habla. El productor revienta a Lelaina su película con un montaje de videoclip y la inclusión de spots publicitarios de patrocinadores, con el argumento de que hay que venderlo como un postre, pero no por ello dejará de ser solomillo. Naturalmente Lelaina no lo cree y lo manda allí. El argumento en el que se resuelve la película es inverso: se nos vende como solomillo y no deja de ser un postre empalagoso, cargado de colesterol culturalista, que ni siquiera parece lo que es, sino que es lo que parece. Calificación: Inocua.
Los cuentos del abuelo
A propósito de la película Historias del Kronen, de Montxo Armendáriz (1994)
Hace cosa de un año lanzaron mediante la "estrategia del premio", muy común en este país, a un joven autor llamado José Ángel Mañas y un género impostado de América: era el Moraleja Psycho, y no tardó en hacer furor y en ser mal comprendido. Lo mejor de la novela, aparte de captar a la perfección un lenguaje de doce palabras, era su neutralidad moral y el ritmo de lectura que imponía. Éste nos introducía (sin necesidad de iniciación) en el vacío y el vértigo que gobernaba a los personajes; aquélla nos permitía captar en toda su desnudez la verdad que quería contarnos.
En el cine, claro, las cosas funcionan de otro modo, y en el de Armendáriz mucho más. En "Historias del Kronen" el abuelo no ha sabido o no ha querido captar el ritmo de la historia, impidiendo que nuestros sentidos se impliquen en ella (problema formal con connotaciones morales) ni ha respetado la neutralidad moral de la obra original (problema moral factible de ser resuelto al nivel de la forma). Ambos problemas parecen hundirse en un sólo planteamiento.
El Laboratorio todavía se acuerda de cuando Armendáriz contó esta misma película bajo el título de "27 horas". Aquella película periférica y de brumas se dejaba narrar mejor por el ritmo y el estilo de un buen director de cine lento como Armendáriz. No obstante, no se trata de un mero asunto de incompatibilidad de caracteres entre ambos guionistas. Si queremos comprender por qué no ha querido o no ha sabido Armendáriz (60 años) aprender de Mañas (alrededor de 25) hemos de indagar la relación estética que instaura tan curioso tándem. Y aquí es donde nos suena la escena central de la película, la que la salva de no ser otra cosa que la novela, esto es, una historia donde no pasa nada, y sin embargo todo pasa muy deprisa, que no empieza ni acaba, que se consume vorazmente y no alimenta, aceptable sólo porque el mundo es inaceptable. Nos referimos a la escena del encuentro cómplice del gilipollas central de la trama con su abuelo. El abuelo es una figura que en la novela comparece sólo bajo la forma difusa del concepto, su ausencia, su muerte; en la película, sin embargo, representa una función positiva, planteando en términos radicales la cuestión moral como cuestión, parece, semántica: tienes que guardar tu palabra, acaso el origen del mal reside en la volubilidad de los significados.
El paréntesis que instituye la intervención estética de Armendáriz en la novela de Mañas se parece al paréntesis que instaura en la vida vertiginosa y vacía del protagonista el discurso del abuelo sobre la caducidad y el horror de las imágenes mediáticas. Esas palabras cobran su aténtico sentido cuando, tras la catarsis producida en el grupo por el (comprobamos con horror) nada accidental asesinato de uno de sus componentes, Carlos se niega, contra la opinión de su amigo, a deshacerse del cuerpo del delito, una imagen grabada que habían deseado y buscado. Pero ya este gesto sólo resulta consecuente con su anterior inconsecuencia.
Verdaderamente Armendáriz ha conseguido en esta transcripción fílmica una reflexión sobre el cine, la imagen en general, y su relación con la palabra y el sentido, si bien lo ha hecho al precio de explicitar demasiado su mensaje. Esta actitud nos parecería honesta si no hubiese ido acompañada de una operación publicitaria que carece de todos los escrúpulos morales apuntados y que vende (y esto conniventemente con la película) una imagen negativa y generalizadora de una generación. Y es que aquello poco que pudiera haber de cierto en el tópico mercadotécnico de la "Generación X" llegará a convertirse en sumamente cierto de tanto ser mentado y comentado.
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