El sentimiento gótico en la arqueología industrial
por José Manuel Rojo
“Si se puede imaginar se puede hacer”. Esta frase, exaltante y lapidaria como un oráculo o una consigna, no celebra el triunfo de la imaginación, sino su aplastante derrota: es el lema de un conocido anuncio televisivo que confunde el deseo imaginado con el artículo de consumo. Otra reciente campaña publicitaria insistía en preguntar cuál es el límite de nuestro deseo, “¿no puedes imaginar algo mejor?”, para encontrarlo encarnado bajo la forma de… un automóvil. Lo que nos sorprende aquí no es tanto la manipulación de la imaginación y del deseo, sino la reafirmación de las fábulas de la publicidad y del horizonte del consumo, como único imaginario posible. Ya no puede dudar nadie que la pantalla del espectáculo nos devuelve formulaciones aceptables de todos los deseos . (1) Es de temer que, fuera de estos deseos inducidos, no se extienda ya otro Deseo; que más allá de lo que imaginan por nosotros, no persista lo Imaginario. Si es cierto que existe un punto en que toda acción humana queda procesada y convertida en tendencia del sistema, aceptaremos que ese punto límite se encuentra afuera, más allá del dominio de la imaginación, tal vez ocupando su lugar. Pues ese sistema necesita una taxidermia del espíritu que le facilite la clasificación mecanicista de los anhelos del hombre, hasta los más oscuros y secretos, para su más fácil traducción en objetos y (super)vivencias de consumo. Así se ha organizado una caza salvaje de lo imaginario, un proyecto de liquidación que, según Annie Le Brun, consiste en asignar un nombre, un origen, un lugar, una forma, en suma una identidad a lo que, por definición, no lo tiene. Se trata de fijar los pensamientos desplazados, de organizar los viajes fantasmáticos, de detener la fuga de los sueños. Prácticamente, no hay fantasma que hoy no tenga su forma, su peso, y correlativamente, su precio. (2) Operación que permite la degradación del deseo en mercancía, y el control sistemático de cualquier espíritu de revuelta que, aislado del humus inspirador de la imaginación, se empobrece y se limita a rumiar las viejas ideologías revolucionarias o, peor todavía, se precipita en el Realismo.
No intentar actuar sobre el mundo exterior, aceptarlo todo tal como es, aceptar convertirse en lo que él es por hipocresía, por oportunismo, por cobardía, disfrazarse con los colores del ambiente, eso es el realismo. Me parece que esta definición de René Crevel impregna hoy no sólo la situación política, sino toda la existencia humana. ¿Se sueña hoy? ¿Se da importancia a los sueños, a los procesos oníricos, a la interrogación de esos fantasmas diurnos tras los que se ocultan nuestros deseos más terribles y por tanto necesarios? Creo que no, o muy poco, y los resultados están a la vista. El desfallecimiento de las fuerzas de oposición al sistema, a pesar de tal o cual victoria o apunte esperanzador, se debe a ese realismo que, conscientemente o no, hemos aceptado por norma vital, y que niega para empezar y por principio el pensamiento utópico.
De ahí que presenciemos una cierta caída de tensión en los proyectos de liberación del ser humano, que se concentran en una necesaria y generosa lucha contra el neoliberalismo, el fascismo, el racismo, el patriarcado… olvidándose quizás de esa verdadera vida a la que sin duda tienden con todas sus fuerzas.(3) No ignoro que, muchas veces, en las luchas cotidianas se experimentan modos de vida más allá de toda especulación teórica. Pero puede que se confíe excesivamente en que la destrucción del enemigo garantice por sí sola el triunfo de la libertad, y puede también que semejante concepción de la libertad sea demasiado débil, al suponerla hecha ya de una pieza, resplandeciente y perfecta, esperando tan sólo el fin de su cautiverio, igual a sí misma siempre y en cualquier momento de la historia, preparada sin más para ser vivida y disfrutada. Todo cosistiría entonces en defender y reivindicar la libertad. Pero como decía ya una declaración surrealista en 1966, hoy la libertad necesita menos a los defensores que a los inventores. No se trata ahora de reivindicar nada. No somos nigromantes para intentar levantar cuerpos muertos de la tumba. La fuerza de la libertad está en que sigue siendo la gran desconocida: nuestra debilidad, el no saber reconocerlo, encerrándola en definiciones gastadas, negándonos a pensarla con un nuevo cuerpo, con mil cuerpos. Esta erotización de la libertad pasa sin duda por encima de la satisfacción de las necesidades materiales, de la bondad, de la felicidad, y se identifica con Jim Mahoney cuando, ante el reino de la abundancia de la ciudad de Mahagonny, protesta porque falta algo y aún no ha pasado nada , y este estado impasible se le hace intolerable.
Aún no ha pasado nada . Esta afirmación desmedida, casi nihilista, esta fe desesperada en lo imposible y en la búsqueda a toda costa de la piedra filosofal de los milagros, esta quiebra definitiva del conformismo, desenmascara para siempre las promesas de la economía (“¿has visto lo que está pasando?”, se regordea otro anuncio reciente. Nada, nada, NADA) y eleva el debate de la libertad a su punto más alto, del que ya no se puede bajar, retroceder, adulterar. Porque, ¿qué tiene que pasar para que la libertad se cumpla? Todo y al mismo tiempo, todo lo que la imaginación disponga y decida, con sus más originales deseos, los únicos capaces de provocar las dudas más saludables sobre el principio de la libertad “racional” tal y como es entendida en una sociedad fundada sobre la desigualdad (Breton). Insisto en que no hablo de “reivindicar el deseo”, porque también para los deseos, ha llegado el momento de inventarlos (destruyamos de paso todo fetichismo de la reivindicación , nuevo mecanismo de separación que aleja al hombre del objeto que reivindican). Nos situamos entonces en el único plano posible, que consiste en la necesidad inaplazable de formular una idea de la libertad que haga añicos la libertad que a manos llenas ofrece el sistema: formular y nombrar, no defender ni reivindicar.
Pero la invención de la libertad y de los deseos pasa por una reactivación necesaria e ineludible de la imaginación, fenómeno más complicado y difícil de lo que sugiere el lugar común y la autocomplacencia general. Ahora bien, si lo imaginario es el espacio del deseo , hay también espacios imaginarios donde la imaginación misma restaña sus heridas y renace, espacios reales que una fuerza poética magnetiza y expulsa a la vez de lo real y de lo fantástico, espacios ni objetivos ni subjetivos , espacios inactuales pero capaces de provocar en el ser humano pensamientos insólitos, destellos de lo maravilloso, iluminaciones profanas, decisiones audaces. Espacios, lugares como observatorios del cielo interior… observatorios ya existentes en el mundo exterior, naturalmente (4).
Espacios como el castillo .
Desde el s. XVIII, cuando aparece como escenario indispensable y protagonista fundamental de la novela gótica de Walpole y Maturin, el castillo será un centro privilegiado de la sensibilidad moderna, desde donde luego tomarán asiento las fuerzas más aventureras de la misma. Así, en el castillo la razón burguesa se topará estremecida con su doble oscuro, furor y desestimiento, al que creía proscrito para siempre y del que se nutrirá sin dudarlo el Romanticismo más exacerbado. Y del castillo de Otranto al Castillo de Axel, del Castillo de Drácula al Castillo de Eduardo Manostijeras, del Castillo de Melisenda al Castillo de Argol, es en el castillo, o mejor entre sus ruinas donde muchas veces los hombres y las mujeres han alcanzado más fácilmente la materialización de sus fantasmas.
Sin embargo, la vida de un símbolo o de un mito no es eterna: el tiempo los desgasta, tanto como desgasta la piedra de la ruina. Se diría entonces que el espíritu poético experimenta quizás una cierta rutina, un cierto fastidio si ha de seguir vagando por los corredores secretos del castillo. Ya los encantamientos no son tan efectivos, y las ensoñaciones, las maravillas, los presagios se van asemejando a las rígidas fórmulas de una escolástica de la imaginación, prevista por otros, con sus reglas y sus trampas, previsible y estéril como un parque de atracciones, como un juego de sociedad. La emoción más profunda del ser, esa que nace de la proximidad de lo fantástico, en ese punto en el que la razón humana pierde su control (Breton), empieza a no encontrarse cómoda en el espacio imaginario del castillo.
Tal vez por esta razón, Gilles Ivain afirma que sabemos que se puede construir un inmueble moderno en el que no se reconocerá en absoluto un castillo medieval, pero que guardaría y multiplicaría el poder poético del castillo (Formulario para un nuevo urbanismo, 1953). Y en un texto anónimo, La frontera situacionista (I.S. nº 5, 1960), los situacionistas proponen el detournement de edificios y de formas arquitectónicas que desde hace nucho tiempo la sensibilidad popular ha consagrado como bloques afectivos de ambiente, poniendo como ejemplo el castillo. ¿Y si fuera detornado (tergiversado) otro tipo de construcción, de tal forma que heredara o mejor reencarnara el ambiente afectivo del castillo, ampliando su legado hacia nuevos significados, hacia otros delirios?
Precisamente, en el texto ya citado Límites no fronteras , André Breton se pregunta por el lugar fantástico que en ese momento (1937) podría sustituir al castillo, como punto de fijación del psiquismo humano, para concluir que, al menos, todo induce a creer que no se trata de una fábrica . Interesa aquí no tanto la negativa sino la toma en consideración, siquiera sea a modo de hipótesis, de la fábrica como nuevo espacio imaginario; desde luego, en los años 30 la fábrica, que todavía conocía un ciclo de esplendor productivo, no podía suceder al castillo, pero hoy en día estamos ante unos movimientos de las fuerzas sensibles, y no sólo de ellas, que nos alertan sobre un trascendental cambio de signo en el dominio de la imaginación humana.
Porque está naciendo, ha nacido ya un sentimiento gótico de la arqueología industrial que transmuta a la fábrica, a su ruina abandonada, en un nuevo espacio imaginario.
Cualquier persona que se pasee por la desolación espléndida de una industria o una instalación fabril en desuso, seguramente reconocerá su poder poético y exaltante, cónclave de los misterios. Son lugares que invitan a soñar (5). Pero para llegar a este punto, tanto la fábrica como en su momento el castillo han sufrido una decadencia que, paradójicamente, les ha librado de sí mismos. El castillo y la fábrica, sedes materiales y símbolos del poder feudal o burgués, organizaban y controlaban la vida social, económica y política de la zona que dominaban. ¿Qué pensar, por ejemplo, del complejo minero de Hornu, situado en las cercanías de Mons, que en los años 20 del s. XIX contaba con 400 casas, oficinas, dependencias, y donde vivían 2500 personas? ¿Cómo no compararlo con esas fortalezas medievales que generaban a su alrededor primero una aldea, después una ciudad?
Pero el castillo se vació y se derrumbó con el triunfo del capitalismo y la industrialización, y a partir de su falta de sentido práctico, de su inactualidad escandalosa, dejó de representar una amenaza a la libertad, para llegar a ser un lugar propicio a la fantasía y el mito, el extravío incluso. Un proceso análogo experimenta hoy la fábrica, arrinconada por la pujanza del sector terciario y la economía del simulacro, que sacrifica a buena parte de los obreros a la nueva y cruel mutación del sistema, como en su día lo hicieron los campesinos que emigraron a la ciudad en busca de trabajo.
Y a las afueras de las ciudades, incrustadas a veces de modo incongruente en sus centros históricos, nos esperan las fábricas vacías, nos convocan con cantos de una sirena que no llama al trabajo odioso sino al sueño .
Ahora bien, ¿en qué consiste esa magia de las viejas fábricas, de las que tanto hablo, quizás de forma gratuita? Para empezar, en su despojamiento lúgubre, en su inutilidad manifiesta. Más allá de cualquier contingencia práctica, fuera del campo de sentido que le era propio y la asfixiaba, la ruina fabril se permite entregarse a sí misma y se ofrece a todo. Hay que rechazar entonces y de una vez por todas cualquier operación culturalista que pretenda convertir a la arqueología industrial en un estilo más, protegido y restaurado, reconvertido en museo o institución oficial, normalizado en fin, lo que precipitaría a la fábrica en una reificación historicista como la que puso en marcha Viollet-le-Duc, que en opinión de Annie Le Brun, no busca sino borrar, negar, olvidar las temibles improvisaciones líricas del tiempo, con el único fin de restituir al documento a su realidad o a su apariencia de realidad funcional y arquitectónica. ¿Se trataría acaso de acabar con las energías revolucionarias que según Walter Benjamin posee lo anticuado , y que detecta, entre otros objetos, en las primeras construcciones de hierro, las primeras fábricas ? ¿Entonces, la fuerza afectiva de la fábrica en desuso reside únicamente en alimentar esa energía revolucionaria que Michael Löwy interpreta como un signo de la precariedad, de la historicidad, de la mortalidad de las estructuras, de los monumentos e instituciones burguesas ? (6) ¿O en el recuerdo exaltado de las luchas obreras que convulsionaron las fábricas, y que todavía hoy impregnan esos lugares con la vibración contagiosa de la rebelión insatisfecha y del deseo no cumplido? Seguramente la cuestión de la arqueología industrial pasa por aquí, pero no en exclusiva.
Porque la fábrica es ante todo un espacio imaginario que se impone por sí mismo, por la extrañeza y misterio que causan sus espacios vacíos, de los que la mayoría de nosotros ignoramos ya su función exacta, la grandeza ominosa de su misma arquitectura y dimensiones. Como los griegos que creían obra de cíclopes y no de hombres la arquitectura micénica, ya no sabemos quien y para qué ha construido esas fábricas desdeñosas. Salas con una altura excesiva, o muy bajas; canales o surcos que atraviesan una habitación; cisternas inquietantes. En la fábrica Pacisa de Madrid, por ejemplo, el mirador o balcón de uno de los pabellones tenía la extraordinaria forma de una quilla de barco . ¿Qué se puede soñar si se durmiera allí, noche cerrada, sino que se ha partido ya para siempre a la deriva ?
Un segundo factor de estupefacción es el descubrimiento de objetos extravagantes, restos de maquinaria o herramientas inservibles, cuya utilidad práctica se nos escapa en todo caso, y que desafían los mecanismos de interpretación estrictamente racionales, abriéndolos a la lírica de lo improbable, inaugurando un bestiario titánico de fósiles extraterrestres, de metal calcinado, de cables en hibernación. Hay también otros objetos, depositados por el azar y el tiempo, objetos insensibilizados y enmudecidos por el uso cotidiano que, en el marco mágico de la fábrica (ella misma objeto encontrado ), entran en combustión e iluminan la noche mental. Es así como un simple ovillo rojo, atado a una piedrecita colocada sobre un muro , aparecido en el escenario enrarecido de una mina cúprica portuguesa, abandonada desde los años 60, se puede convertir en la clave de nuestro destino: nada menos predecible, nada más enigmático (7).
Otras veces, la irrupción de los elementos naturales devora la fábrica y se venga del acoso industrial, creando además paisajes irracionales, más allá de la realidad. Así se ensangrentó la Fábrica de paños de Manresa, inundada por el desbordamiento de un río que dejó tras de sí una capa de arcilla roja tatuada de grietas como cicatrices, suelo crujiente y perturbador. Hay también agresiones contaminantes, poluciones industriales que sin embargo crean, involuntariamente claro está, la atmósfera sagrada de los cuentos de hadas: cerca de Bilbao, una fábrica de añil, ya fuera de servicio, ha teñido de azul el campo a su alrededor, sembrando el azur de Mallarmé.
Y qué decir de la Cementera Asland de La Poble de Lillet (Barcelona) (8), situada a 1000 metros de altura, a horcajadas de la montaña, semiderruida, decrépita, agarrada en inestable equilibrio a la roca, esperando tal vez el grito de amor o cólera que por fin rompa el hechizo que aún la sostiene, precipitándola al abismo que en secreto anhela… La Cementera Asland es la ruina del castillo, es el hogar de los fantasmas .
Se ha dicho ya que la fábrica abandonada, como espacio imaginario, no es, en felíz expresión de Annie Le Brun, ni objetivo ni subjetivo . Definición que sin embargo no lo sitúa en el reino pueril de la fantasía sin consecuencias. Al igual que el azar, algunas veces, concilia el deseo inconsciente con los hechos reales, ocurre que los estremecimientos de la imaginación pueden encontrarse con las convulsiones sociales.
Es así como el espacio imaginario se duplica en espacio alternativo. Si es cierto que el movimiento juvenil de carácter popular (…) Es el primero en tener constancia de que la lucha social requiere un espacio y un tiempo propios, y que la elaboración de contextos y la construcción de situaciones ha encontrado en la casa okupada la miniatura encantada que aspira a encantar el mundo (9), no nos extrañará que de alguna manera, puede que de forma inconsciente, los fantasmas, los deseos, los estímulos imaginarios que pululan por las fábricas abandonadas se hayan filtrado en la cultura de la acción de los nuevos movimientos revolucionarios, fecundándolos, inspirando nuevos estados afectivos, nuevas pasiones, nuevos comportamientos, en resumen nuevas relaciones sociales.
“Casa okupada, casa encantada”. Esta consigna okupa incide en el placer que una casa desahuciada, destinada a la especulación o al derribo, puede sentir al verse okupada y devuelta a una vida nueva y libre. ¿Pero no querrá decir también que la casa okupada queda a su vez encantada en el sentido mágico, es decir, hechizada, penetrada por la maravilla, convertida en un espacio trastornado que convoca a los fantasmas de la imaginación subversiva?
Recordemos que, por meras razones prácticas (espacio disponible, abandono legal, desidia administrativa), las fábricas vacías han sido okupadas con frecuencia. No discutiré que esos lugares, dotados de muchas posibilidades, pueden ser también incómodos y precarios, y que los colectivos que los okupan están empeñados, al menos al principio, en la resolución de problemas acuciantes y en la autodefensa contra la “ley”, lo que quizá deje poco tiempo y energía a la ensoñación poética. Pero, una vez más, ¿sólo esto? ¿Permanecerán acaso insensibles a las seducciones fabulosas del espacio imaginario que ahora habitan? Ante los requerimientos pragmáticos y actuales de la lucha cotidiana, hace señas la inactualidad del sentimiento gótico de la fábrica. El resultado no será la exclusión de ninguna de las dos solicitaciones, ni una conciliación ilusoriamente fácil, sino la exasperación de estos dos fenómenos, la acción y el sueño, exasperación de la que saldrán mutuamente fortalecidos: sólo el realismo dominante quedará en evidencia, y herido .
Hay entonces un reguero de pólvora, un conductor de calor, un hilo transmisor entre el espacio imaginario y el espacio de lucha, que permite que corra la energía poética de uno a otro, y se contagie y acreciente el espíritu de la subversión. No me refiero únicamente a la proliferación, en los muros de las casas ocupadas, de frases y textos que desbordan el simple carácter combativo para pronunciar a menudo el lenguaje transmutador de la poesía, lo que ya es mucho. Pero pienso también en la acción que dejó escrita la palabra INSUMISIÓN en la chimenea (última reliquia de una fábrica desaparecida) que se levanta en la Ronda de Toledo, junto a la Plaza del campillo Nuevo (Madrid), en esa chimenea y no en otra fachada cualquiera: es que aquí se han cruzado, con miradas de fuego, el sentido práctico que buscaba una superficie con una altura adecuada al impacto visual que se perseguía, y el sentimiento poético que se exalta en la atracción irracional de la chimenea, símbolo primero de la arqueología industrial, hermana lejana del torreón del castillo, descendiente del zigurat, heredera por tanto de un legendario prestigio.
Este espasmo insurgente salta también algunas veces a edificios muy alejados de la fábrica. Así, parece que un cierto resplandor gótico contagió la casa de vecinos okupada de la calle Lavapiés, 15 (Madrid), cuando, en el desalojo policial (8.10.1996) l@s okupas que resistían se disfrazaron a la manera de fantasmas inasibles, cubriéndose las caras con máscaras blancas, desapareciendo por los tejados mientras que la policía registraba concienzudamente una casa abandonada (he aquí cuando menos un ejemplo magnífico de poesía en acción ).
¿Se gestarían estas tácticas al abrigo de los muros palpitantes de una fábrica okupada, o tal vez alguna de las personas que las idearon habían estado antes en una de ellas? ¿Hasta qué punto los frutos desmoralizadores de la imaginación insaciable tienden ya a materializarse, a abrumar a los datos objetivos, a los hechos del orden, a las realidades estadísticas? ¿Ha comenzado, pues, la invención de la libertad ? Todavía es pronto para una respuesta. Pero aquí y allí, las señales de humo nos avisan del incendio imparable que rejuvenece a las fábricas. Entre sus llamas pasionales nos agitamos felices, como brujas ebrias en el baile extático: ha vuelto, ya está aquí, el partido del diablo.
Notas:
(1) Luis Navarro , “Fogonazos”, rev. Salamandra , nº 8-9, 1997-98, p. 5.
(2) Annie Le Brun : Les châteaux de la subversion , Pauvert, 1982, p. 22.
(3) Me pregunto si, finalmente, no nos han llevado al huerto, si esta huelga no ha sido un timo… Hubiera hecho falta un ideal de sociedad, no lo tenemos. Con esta lucidez se expresaba un ferroviario que participó en las huelgas francesas de diciembre de 1995 (citado por Encyclopédie des Nuisances en Observaciones sobre la parálisis de diciembre de 1995 , Virus, 1997, p. 13.)
(4) André Breton , “Límites no fronteras del surrealismo”, en La llave de los campos , Ayuso, 1976, p. 24.
(5) Enrie Kagots , “U.T.O.P.I.A”, rev. Ekintza Zuzena, nº 21, 1997, p. 60.
(6) Michael Löwy , “Walter Benjamin y el surrealismo”, rev. Salamandra nº 8-9, p. 10.
(7) Miguel P. Corrales , “Cerámicas, atuneras y minas cúpricas”, rev. Salamandra nº 8/9, p. 77.
(8) Agradezco a Lola Marín las comunicaciones sobre esta cementera y la Fábrica de Paños de Manresa.
(9) Karen Eliot , “Okupación Global”, rev. Amano, nº 6.
Publicado en Amano # 9 (octubre 1997).
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