por Clemente Padín
"... de qué sirve la filosofía si no está al servicio de los hombres?" (Epicuro)
A partir del siglo XVI, con el surgimiento del capitalismo y la transformación del objeto de uso común en mercancía se instala la alienación entre el hombre y el producto de su trabajo. Este hecho provocado por el modo de producción que se venía imponiendo como necesidad histórica a los nuevos y urgentes requerimientos de los hombres a la luz del creciente desarrollo de sus posibilidades productivas, marcará, hasta su desaparición, nuestra vida social.
También impregnaría todos los sectores productivos, incluido el artístico, reforzándose, a su vez, por la necesidad ideológica de la burguesía emergente de argumentos que justificaran su poder frente a los demás sectores de la sociedad. El arte, entonces, surge como portador de ideales de belleza y elevados valores espirituales y sólo es auténtico y está bien realizado en cuanto se constituye en soporte de aquellos valores e ideales.
El carácter fetichista de la mercancía enmascara la relación de poder, es decir, oculta la índole clasista del sistema capitalista y la propia existencia de la explotación. Este fenómeno que, a nivel del arte, fue estudiado por el crítico alemán Walter Benjamín en su ensayo La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica, convierte a la obra de arte en "única" y provista de un "prestigio" o "aura" que la hace inaccesible para quienes no la posean, se enmarca en el aparato ideológico que justifica el poder del sector social que puede comprarla, es decir, del sector social que "impone" sus valores a quien debe "sufrirlos" pasivamente, ocultando el carácter real de esta relación injusta. También la forma de consumo que esta característica del arte establece -contemplativo, impersonal y pasivo- no es ajeno a la estrategia de imposición: la obra no puede tocarse ni modificarse so pena de "sufrir el castigo divino" por interferir en la acción mesiánica de transmisión de aquellos valores.
La distancia entre el valor social y real de la obra de arte, en cuanto producto de comunicación, cuyo precio pudiera fijarse como cualquier otro producto, es decir, de acuerdo al tiempo de trabajo social que se empleó en su producción y su valor monetario ideal, oculta, también, su uso como instrumento de poder social. Álvaro de Sá, crítico brasileño, en su Vangarda: Produto de Comunicaçao, dice:
Así es que el propio nombre del artista (y no su obra) contribuye a valorizar la mercancía artística. Su firma es garantía de autenticidad reafirmando el 'aura', fetichizándose a su vez a sí mismo y a las imágenes o signos sociales que produzca, pasando éstos a tener connotaciones ajenas, incluso contrarias a su deseo. Imágenes y palabras que son constreñidas a satisfacer necesidades ideológicas del sistema a los efectos de construir un mundo ideal sin contradicciones, inmutable, que oculte las lacras sociales bajo un "manto de signos" banalizados, fuera de contexto e inoperantes.
La obra, entonces, se transforma, de fruto supremo del espíritu, en vehículo de la reproducción del capital, incluyendo la ganancia que enriquece a los intermediaríos, ya sean galeristas o empresas seudoculturales de sujeción ideológica. Y el productor de arte, de artista sublime en generador de capital, sobre el cual planean las empresas husmeando las futuras ganancias.
La legitimidad del artista a vivir de su trabajo es indiscutible. Ésta es, sin duda, insoslayable reivindicación social de cualquier artista, se valga del lenguaje que sea, plástico, teatral, verbal, musical, etc. Pero, en esta sociedad, el artista tiene dos opciones: someterse a las leyes del mercado y alienarse de sí y de su obra o crear sus propios canales alternativos de producción y difusión. Marginalizarse, cerrarse en el "guetto cultural" basados en la supuesta total autonomía del arte con respecto a la sociedad, significa crearse un mercado a la medida, es decir, a la medida de los intereses del mercado al agregar un elemento exótico que mejora la cotización, a la vez que suscita o despliega expectativas personales.
La primera opción, la mercantil, desplaza el valor de uso de la obra (estético) a su valor de cambio (económico), implicando la aceptación de las exigencias del mercado digitado por los sectores interesados en lo que significa la manipulación de gustos, tendencias, estandarización, consumismo, etc. y, sobre todo, impone las reglas de un consumo contemplativo que reafirma las actitudes pasivas tan necesarias a la conservación del sistema. En palabras de Adolfo Sánchez Vázquez...
Controlar en lo posible todo o parte del proceso productivo, sin dejar de desatender las reglas del mercado se plantea como revolucionario en cuanto se logra que la obra de arte recupere su función social y vuelva a ser legítima expresión de la sociedad que le da origen y no expresión de manejos especulativos o de "discursos" ideológicos. Sin desatender el mercado porque es en ese campo en donde la obra producida por los circuitos alternativos deberá dar su lucha contando para ello con su única arma: la funcionalidad informacional y su capacidad de "extender los límites".
De esta manera, la obra de arte recupera su poder como instrumento de comunicación (y no sólo canalizador de ganancias o atesorador de capitales) y se hace claro su sentido político (no partidario) en cuanto forma sublimada de la conciencia social y, como tal, instrumento de conocimiento cuya función es auxiliar la producción social con el propósito de mejorarla y hacerla alcanzar más y mejores niveles.
Se puede decir que sólo se atacan los efectos y no las causas de la alienación, lo cual es real bajo cierto punto de vista. La alienación sólo puede superarse superando aquello que la provoca: el régimen productivo. Sin embargo, en tanto la opción alternativa va generando elementos y valores que sólo podrán imponerse en un régimen social más avanzado, recuperamos un eficacísimo instrumento de comunicación que nos permite, al decir de los artistas argentinos autores de la obra Tucumán Arde (1968),
No es extraño que la producción artística, en lo que atañe a su naturaleza, que debiera reflejar en su totalidad la especificidad de lo humano, esté ideológicamente distorsionada por el sistema al punto que, en esta etapa histórica de supremacía institucional imperialista, léase transnacional, el arte aparezca como un artículo de lujo, sobre el cual sólo es lícito hablar mediante un discurso autónomo, es decir, a partir de sí mismo. Pero sabemos, a partir de Bertholt Brecht, que el arte no podrá salvarse si no se salvan primero los hombres.
Al asumir la sociedad la responsabilidad total por la producción de los bienes necesarios para su supervivencia, asume, también, los bienes de producción correspondientes al área cultural, pero los asume a través de sus verdaderos cultores, los artistas que, de asalariados al servicio más o menos conspicuo de las ideas y valores hegemónicos, pasan a ser dueños de sus destinos, organizando la producción de acuerdo a sus necesidades individuales y sociales de la sociedad en ascenso a mejores niveles de vida, tanto material como espiritual.
En relación con este tema, Carlos Marx decía: "En la sociedad comunista no habrá pintores, sino hombres que, entre otras cosas, pintan". Rubén Yáñez, actor y director teatral uruguayo, dice en su libro Estética y Marxismo: "Si la naturaleza de un hombre es la de expresarse como tal a través de la pintura, no puede poner la pintura en un encuadramiento tal que haga de ella su negación como hombre."
Y, nosotros, para terminar, decimos parafraseando a Epicuro: ¿De qué sirve el arte sino está al servicio de los hombres?
También impregnaría todos los sectores productivos, incluido el artístico, reforzándose, a su vez, por la necesidad ideológica de la burguesía emergente de argumentos que justificaran su poder frente a los demás sectores de la sociedad. El arte, entonces, surge como portador de ideales de belleza y elevados valores espirituales y sólo es auténtico y está bien realizado en cuanto se constituye en soporte de aquellos valores e ideales.
El carácter fetichista de la mercancía enmascara la relación de poder, es decir, oculta la índole clasista del sistema capitalista y la propia existencia de la explotación. Este fenómeno que, a nivel del arte, fue estudiado por el crítico alemán Walter Benjamín en su ensayo La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica, convierte a la obra de arte en "única" y provista de un "prestigio" o "aura" que la hace inaccesible para quienes no la posean, se enmarca en el aparato ideológico que justifica el poder del sector social que puede comprarla, es decir, del sector social que "impone" sus valores a quien debe "sufrirlos" pasivamente, ocultando el carácter real de esta relación injusta. También la forma de consumo que esta característica del arte establece -contemplativo, impersonal y pasivo- no es ajeno a la estrategia de imposición: la obra no puede tocarse ni modificarse so pena de "sufrir el castigo divino" por interferir en la acción mesiánica de transmisión de aquellos valores.
La distancia entre el valor social y real de la obra de arte, en cuanto producto de comunicación, cuyo precio pudiera fijarse como cualquier otro producto, es decir, de acuerdo al tiempo de trabajo social que se empleó en su producción y su valor monetario ideal, oculta, también, su uso como instrumento de poder social. Álvaro de Sá, crítico brasileño, en su Vangarda: Produto de Comunicaçao, dice:
Valor ideal arbitrario y artificial: aunque el objeto es único, (su) precio (es) oscilante, pudiendo aumentar, disminuir y nuevamente aumentar y viceversa, por situaciones especulativas que la clase propietaria establece en su relación interna y en sus propias postulaciones superestructurales. Valor ideal: no corresponde a un valor de trabajo abstracto social, materializado en la mercancía; es la autonomía del precio del objeto, o sea su valor en relación a otras cosas, disimulando las relaciones sociales entre los hombres, en un ejemplo clásico de fetichización de la mercancía.El "aura' reafirma el fetichismo al dotar al productor artístico de supuestos valores naturales superiores, más o menos en consonancia con su supuesta genialidad. El precio de la obra en el mercado no depende de la calidad artística en sí, sino en la eficacia del aparato publicitario desplegado por los mercaderes y otras instancias en torno al autor, a la corriente artística en la cual se inscribe, etc. Aquí la critica, al servicio de estos intereses, cohonesta las pretensiones del sistema al apoyar aquellos supuestos, integrándose al aparato previsto para este género de la producción humana: galerías, museos, revistas y páginas especializadas, concursos, jurados, becas, premios, encuentros, etc., instituciones sociales legítimas en sí mismas, salvo cuando se suman a los mecanismos de control mercantil e ideológico a cargo de quienes detentan el poder.
Así es que el propio nombre del artista (y no su obra) contribuye a valorizar la mercancía artística. Su firma es garantía de autenticidad reafirmando el 'aura', fetichizándose a su vez a sí mismo y a las imágenes o signos sociales que produzca, pasando éstos a tener connotaciones ajenas, incluso contrarias a su deseo. Imágenes y palabras que son constreñidas a satisfacer necesidades ideológicas del sistema a los efectos de construir un mundo ideal sin contradicciones, inmutable, que oculte las lacras sociales bajo un "manto de signos" banalizados, fuera de contexto e inoperantes.
La obra, entonces, se transforma, de fruto supremo del espíritu, en vehículo de la reproducción del capital, incluyendo la ganancia que enriquece a los intermediaríos, ya sean galeristas o empresas seudoculturales de sujeción ideológica. Y el productor de arte, de artista sublime en generador de capital, sobre el cual planean las empresas husmeando las futuras ganancias.
La legitimidad del artista a vivir de su trabajo es indiscutible. Ésta es, sin duda, insoslayable reivindicación social de cualquier artista, se valga del lenguaje que sea, plástico, teatral, verbal, musical, etc. Pero, en esta sociedad, el artista tiene dos opciones: someterse a las leyes del mercado y alienarse de sí y de su obra o crear sus propios canales alternativos de producción y difusión. Marginalizarse, cerrarse en el "guetto cultural" basados en la supuesta total autonomía del arte con respecto a la sociedad, significa crearse un mercado a la medida, es decir, a la medida de los intereses del mercado al agregar un elemento exótico que mejora la cotización, a la vez que suscita o despliega expectativas personales.
La primera opción, la mercantil, desplaza el valor de uso de la obra (estético) a su valor de cambio (económico), implicando la aceptación de las exigencias del mercado digitado por los sectores interesados en lo que significa la manipulación de gustos, tendencias, estandarización, consumismo, etc. y, sobre todo, impone las reglas de un consumo contemplativo que reafirma las actitudes pasivas tan necesarias a la conservación del sistema. En palabras de Adolfo Sánchez Vázquez...
el arte así mercantilizado viene a consagrar la concepción del arte como producción de objetos únicos como actividad creadora propia de individuos excepcionales pero, en definitiva, como producción de objetos vendibles o mercancías que, por tanto, sólo llegan al espectador tras pasar necesariamente por el mercado para suscitar en él la relación pasiva, contemplativo, característica del arte tradicional. (De la Crítica de Arte a la Crítica del Arte).La segunda opción responde al requerimiento de Bertholt Brecht. No será una lucha por cuestión de criterios, sino una lucha por los medios de producción, las imprentas. La propuesta alternativa supone el control de los medios de producción y distribución de las obras de arte por parte de los propios productores. No en el sentido de ampliar el cuadro de empresas, ya que no es la forma de trabajo, en este caso competitivo, la que produce la alienación, sino el régimen productivo en el cual se realiza. Tampoco significa tender a la supresión del mercado (lo que en este sistema sería utópico), ni contender en aquello en lo cual el sistema es más eficaz la promoción publicitaria, la distribución masiva, el despliegue del "aura", etc.
Controlar en lo posible todo o parte del proceso productivo, sin dejar de desatender las reglas del mercado se plantea como revolucionario en cuanto se logra que la obra de arte recupere su función social y vuelva a ser legítima expresión de la sociedad que le da origen y no expresión de manejos especulativos o de "discursos" ideológicos. Sin desatender el mercado porque es en ese campo en donde la obra producida por los circuitos alternativos deberá dar su lucha contando para ello con su única arma: la funcionalidad informacional y su capacidad de "extender los límites".
De esta manera, la obra de arte recupera su poder como instrumento de comunicación (y no sólo canalizador de ganancias o atesorador de capitales) y se hace claro su sentido político (no partidario) en cuanto forma sublimada de la conciencia social y, como tal, instrumento de conocimiento cuya función es auxiliar la producción social con el propósito de mejorarla y hacerla alcanzar más y mejores niveles.
Se puede decir que sólo se atacan los efectos y no las causas de la alienación, lo cual es real bajo cierto punto de vista. La alienación sólo puede superarse superando aquello que la provoca: el régimen productivo. Sin embargo, en tanto la opción alternativa va generando elementos y valores que sólo podrán imponerse en un régimen social más avanzado, recuperamos un eficacísimo instrumento de comunicación que nos permite, al decir de los artistas argentinos autores de la obra Tucumán Arde (1968),
...reubicar los signos (las obras) en donde puedan cumplir un rol revolucionario, difundiendo un arte 'desde sí mismo' (y no 'con sí mismo') que exprese el punto de vista de los sectores sociales más interesados en el cambio de estructuras, intentando, de esta manera, superar la alienación justamente en aquello que la provoca.Pero seríamos parciales si no tuviéramos en cuenta que en América Latina, hoy, a fines del siglo XX, existen procesos de socialización de fuentes productivas y, no es descartable opinión que, en el futuro, este proceso se acelere radicalmente, habida cuenta de que este sistema no resuelve (al contrario agudiza) las terribles crisis económicas por las cuales transitan sin esperanza millones y millones de personas al sur del Río Bravo. En el nuevo tipo de sociedad que se ha comenzado a desarrollar, el artista superaría la alienación por neutralización de sus causas; la creación sería "el acto más específicamente humano", no expresión de una relación injusta sino fruto genuino del "ser" volcado a lo mejor de sí mismo, síntesis superior de lo mejor de la humanidad, supremo portavoz del verdadero humanismo.
No es extraño que la producción artística, en lo que atañe a su naturaleza, que debiera reflejar en su totalidad la especificidad de lo humano, esté ideológicamente distorsionada por el sistema al punto que, en esta etapa histórica de supremacía institucional imperialista, léase transnacional, el arte aparezca como un artículo de lujo, sobre el cual sólo es lícito hablar mediante un discurso autónomo, es decir, a partir de sí mismo. Pero sabemos, a partir de Bertholt Brecht, que el arte no podrá salvarse si no se salvan primero los hombres.
Al asumir la sociedad la responsabilidad total por la producción de los bienes necesarios para su supervivencia, asume, también, los bienes de producción correspondientes al área cultural, pero los asume a través de sus verdaderos cultores, los artistas que, de asalariados al servicio más o menos conspicuo de las ideas y valores hegemónicos, pasan a ser dueños de sus destinos, organizando la producción de acuerdo a sus necesidades individuales y sociales de la sociedad en ascenso a mejores niveles de vida, tanto material como espiritual.
En relación con este tema, Carlos Marx decía: "En la sociedad comunista no habrá pintores, sino hombres que, entre otras cosas, pintan". Rubén Yáñez, actor y director teatral uruguayo, dice en su libro Estética y Marxismo: "Si la naturaleza de un hombre es la de expresarse como tal a través de la pintura, no puede poner la pintura en un encuadramiento tal que haga de ella su negación como hombre."
Y, nosotros, para terminar, decimos parafraseando a Epicuro: ¿De qué sirve el arte sino está al servicio de los hombres?
Publicado en Amano # 6 (1997)
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