Un relato de Damego
extraído del cuadernillo autoeditado Islas publicado en Amano 3 (1996).
Volaba alto. Sobre sus alas una carga de humanidad socavando sus fuerzas. Bajo su pecho un corazón profundo como el mar, salado y triste.
extraído del cuadernillo autoeditado Islas publicado en Amano 3 (1996).
Volaba alto. Sobre sus alas una carga de humanidad socavando sus fuerzas. Bajo su pecho un corazón profundo como el mar, salado y triste.
Bebía cada mañana en las Fuentes Sagradas del Olvido. Un caldo tibio y espeso protegía su alma, suavizaba asperezas y miserias cotidianas y le proporcionaba la energía necesaria para soportar su carga, una fuerza colosal que lo impulsaba hacia un espacio ingrávido, donde sólo el cóndor es capaz de llegar. Desde allí veía a sus semejantes tan vulnerables, tan insignificantes bajo la sombra alada de su cuerpo perfilada en las cumbres, ocultando el propio Sol, que una extraña mezcla de compasión, ternura y tolerancia brotaba en ocasiones de sus poros, para regar cual lluvia fresca los áridos rostros de los hombres.
Iba diciendo que hay playas de luz, más allá de las sombras, donde el vuelo es ligero como un soplo de brisa, donde arenales blancos incuban las semillas de hombres nuevos, carentes de equipaje.
Su mensaje era transparente como el sonido del arroyo en la roca, casi un canto, humano y divino al mismo tiempo, portador de silencios abisales convertibles en cauces de palabras no dichas, de verdades no escritas, insondables y etéreas como el Tiempo.
Al igual que los cóndores, también volaba sólo. Y de su soledad nació el deseo de posarse en el suelo y caminar al lado de aquellos seres afines a su especie, de similar presencia. Viviría con y como ellos. Sería, simplemente, un hombre más.
Bajo un rojo crepúsculo de ocaso, posó sus pies sobre la hierba. Cuando plegó las alas, un sol premonitor se descolgó del ciclo y dió paso a una noche tan negra como si hubiese muerto en la caída.
Amaneció de nuevo, sin embargo.
Al abrir sus ojos a los primeros rayos matinales acariciándole los párpados, lo primero que vió fue un cóndor planeando majestuosamente en las alturas. Se incorporó, ligero, seguro sobre la tierra firme, rebosante de ilusión y deseando pasar raudas las páginas de su nuevo destino, esta vez compartido.
Gozó con ellos y sufrió por su causa. Descubrió escenarios sublimes, de profusa emoción; pero conoció también el dolor y la desesperanza, la impotencia de la bestia enjaulada en su piel.
Las extensas y fértiles praderas comenzaron a transformarse en cenagosos laberintos que apenas le permitían avanzar. Quiso gritar, contar lo que sentía a aquella gente, mas sólo logró articular un lamento inaudible. Cuando al fin consiguió hacerse oír, nadie le comprendió. Se quedaban perplejos, horrorizados casi, al verle arrastrarse y gritar en un lenguaje extraño.
Al cabo de un üempo,la mayoría no se paraba ni a mirarle. Algunos, incluso aceleraban su paso, temerosos, al llegar a su altura. Otros se reían de él sin compasión, incitándole a maldecir aún más su desventura.
Se encontraba tan sólo como antes, mucho más, inmensamente sólo. Pretendió huir de allí, abandonar para siempre aquel paraje yermo, inhabitable, y remontar el vuelo hasta una altura tal que ni siquiera el cóndor pudiera seguirle en su viaje.
Intentó levantarse, pero el peso de sus alas se lo impidió. Una sólida y mugrienta costra se había adherido a ellas. Un sentimiento extraño, desconocido para él, afloró en su alma: estaba odiando, con un odio feroz, aquella carga humana que hasta ahora había sido la misma razón de su existencia. Ríos de lava brotaron de sus ojos y esculpieron en su rostro la edad de los siglos y la tristeza de la desolación.
Fraguó la masa incandescente. Una isla agreste y estéril albergaba a un ser tembloroso y burlado. No le quedaban fuerzas ni para soportar su propio peso. Posó entonces la carga e intentó alzar el vuelo. Tan sólo fue capaz de revolotear como un gorrión herido. Sintió el odio bullir nuevamente en su interior. Y tuvo miedo. Se preguntó si volvería a sentir algo diferente en el futuro. Era una sensación tan poderosa que desplazaba o anulaba cualquier otra, una tragedia de la que ni siquiera conocía bien su origen. De verdad le habían hecho daño, pero, ¿tanto?...
De repente se descubrió a sí mismo recordando. Era como una lluvia ácida salpicando sus entrañas, corroyendo lentamente el blindaje de su alma hasta penetrar en ella, gota a gota, y atravesarla como pequeñas dagas desgarrando a su paso. Entonces comprendió. Sus labios esbozaron una sonrisa amarga, dolorosa como una bofetada: había olvidado beber de las Fuente Sagradas del Olvido, había olvidado... olvidar...
Jamás podría ya alcanzarlas. Estaba condenado para siempre al recuerdo. Y a llorar puentes de lava, sobre el lodo, en busca de otras islas y otros seres con quienes mitigar la hiriente mordedura de la soledad.
Iba diciendo que hay playas de luz, más allá de las sombras, donde el vuelo es ligero como un soplo de brisa, donde arenales blancos incuban las semillas de hombres nuevos, carentes de equipaje.
Su mensaje era transparente como el sonido del arroyo en la roca, casi un canto, humano y divino al mismo tiempo, portador de silencios abisales convertibles en cauces de palabras no dichas, de verdades no escritas, insondables y etéreas como el Tiempo.
Al igual que los cóndores, también volaba sólo. Y de su soledad nació el deseo de posarse en el suelo y caminar al lado de aquellos seres afines a su especie, de similar presencia. Viviría con y como ellos. Sería, simplemente, un hombre más.
Bajo un rojo crepúsculo de ocaso, posó sus pies sobre la hierba. Cuando plegó las alas, un sol premonitor se descolgó del ciclo y dió paso a una noche tan negra como si hubiese muerto en la caída.
Amaneció de nuevo, sin embargo.
Al abrir sus ojos a los primeros rayos matinales acariciándole los párpados, lo primero que vió fue un cóndor planeando majestuosamente en las alturas. Se incorporó, ligero, seguro sobre la tierra firme, rebosante de ilusión y deseando pasar raudas las páginas de su nuevo destino, esta vez compartido.
Gozó con ellos y sufrió por su causa. Descubrió escenarios sublimes, de profusa emoción; pero conoció también el dolor y la desesperanza, la impotencia de la bestia enjaulada en su piel.
Las extensas y fértiles praderas comenzaron a transformarse en cenagosos laberintos que apenas le permitían avanzar. Quiso gritar, contar lo que sentía a aquella gente, mas sólo logró articular un lamento inaudible. Cuando al fin consiguió hacerse oír, nadie le comprendió. Se quedaban perplejos, horrorizados casi, al verle arrastrarse y gritar en un lenguaje extraño.
Al cabo de un üempo,la mayoría no se paraba ni a mirarle. Algunos, incluso aceleraban su paso, temerosos, al llegar a su altura. Otros se reían de él sin compasión, incitándole a maldecir aún más su desventura.
Se encontraba tan sólo como antes, mucho más, inmensamente sólo. Pretendió huir de allí, abandonar para siempre aquel paraje yermo, inhabitable, y remontar el vuelo hasta una altura tal que ni siquiera el cóndor pudiera seguirle en su viaje.
Intentó levantarse, pero el peso de sus alas se lo impidió. Una sólida y mugrienta costra se había adherido a ellas. Un sentimiento extraño, desconocido para él, afloró en su alma: estaba odiando, con un odio feroz, aquella carga humana que hasta ahora había sido la misma razón de su existencia. Ríos de lava brotaron de sus ojos y esculpieron en su rostro la edad de los siglos y la tristeza de la desolación.
Fraguó la masa incandescente. Una isla agreste y estéril albergaba a un ser tembloroso y burlado. No le quedaban fuerzas ni para soportar su propio peso. Posó entonces la carga e intentó alzar el vuelo. Tan sólo fue capaz de revolotear como un gorrión herido. Sintió el odio bullir nuevamente en su interior. Y tuvo miedo. Se preguntó si volvería a sentir algo diferente en el futuro. Era una sensación tan poderosa que desplazaba o anulaba cualquier otra, una tragedia de la que ni siquiera conocía bien su origen. De verdad le habían hecho daño, pero, ¿tanto?...
De repente se descubrió a sí mismo recordando. Era como una lluvia ácida salpicando sus entrañas, corroyendo lentamente el blindaje de su alma hasta penetrar en ella, gota a gota, y atravesarla como pequeñas dagas desgarrando a su paso. Entonces comprendió. Sus labios esbozaron una sonrisa amarga, dolorosa como una bofetada: había olvidado beber de las Fuente Sagradas del Olvido, había olvidado... olvidar...
Jamás podría ya alcanzarlas. Estaba condenado para siempre al recuerdo. Y a llorar puentes de lava, sobre el lodo, en busca de otras islas y otros seres con quienes mitigar la hiriente mordedura de la soledad.
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