por Pere Foix
Literalmente, la potencia de la escritura es exactamente la de la libido retenida. Tras la consumación -física, imaginaria- del acto que un eufemismo cualquiera designa, la estolidez se encarama en lo más encumbrado de las internas facultades, nublando las sienes: la sensación de marasmo y despojo es escandalosa, y en esa circunstancia sin tensión, todo intento expresivo es un fiasco.
Aplicando este principio rudimentario a la historia literaria hallamos por ejemplo que los PROFETAS estuvieron más allá de la carne, más allá de la tentación de la carne y de la proyección del deseo en el mundo de la carne. Su palabra es una palpitación viviente. Entre los POETAS, el patriarcal Homero -dado el enorme poder de influir y fecundar intelectos que ha derivado de sus codificaciones atávicas- no debió sentir otros arrebatos o quemaduras que los de un arquitectónico y espiritual estro. Shakespeare era un ángel brutal, un dios deforme, monstruoso e inmenso, de corazón hipertrofiado, atestado de aguas inconstantes e intempestuosas y de sexo hendido, inactivo, superfluo como boca privada de palabra. Perviven sectas diurnas que lo mantienen en el cénit. Sade, Lautréamont, Artaud, Génet y cuantos se atrevieron a escribir aquello que los demás inhiben frente al requerimiento de una indócil conciencia, narraron con la vitalidad de su indecencia la insuperable imperfección de sus días réprobos y negadores, dolorosamente iluminados por un fulminante desafío hacia todos los héroes desencarnados; narraron con su erecto y procaz descaro, totalmente desolados, la cruel estupidez de una suprema deidad nunca acabada e indefinible: en fin, toda la maldita serie de patéticos hipertensos, de escritura deleznable y lengua malediciente en perpetua provocación, predestinados a una irremisible y pronta extinción, produjeron según el estéril y ocioso principio enunciado en algún momento previo de este roto y zozobrante fragmento de conciencia -produjeron toda su deflagrada y menesterosa obra a instancias siempre de la priápica embestida. Son hoy una rara joya escatológica alrededor del cuello de un pueblo impotente.
En cualquier caso, el número de excepciones a esta regla precaria, el número también de casos paradójicos es, será siempre colosal. Pero sinteticemos: los FILÓSOFOS clásicos fueron castos novelistas provistos de figuras de intermitencia brillante -es decir, manipuladores de figuras paulatinas que operaron con ceremonial calma, en la antípoda de la destellante velocidad, incisiva y abrasiva, del torrencial modo de los POETAS absolutamente modernos, de mente especular y entrepierna tan inflamable como poco resistente. El conato de obra de éstos yace arrumbado en un desván sin salida, donde sólo se aventuran los extravagantes depresivos y sin futuro. Grandes glorias pequeño burguesas los DRAMATURGOS, siempre pretéritos, expertos en vagas diagnosis, fueron a su modo demonios rijosos, de atrabiliario furor e inescrupulosa adaptabilidad frente a toda criatura en algún sentido transitable; en fin, llegaron a ser enhiestos emblemas, por decirlo así, de una humanidad esclava de la siempre exacerbada voluptuosidad. Sus dispersas conversaciones se confinan en sótanos anegados, visitados de tarde en tarde por húmedas sabandijas.
Pródigo joven, si quieres que tu nombre resuene en el templo incandescente de la fama literaria, olvida las bellezas del cuerpo, ignora -sublima en forma de metáfora escorzada hasta el escalofrío el ardor que inunda de dulzura los miembros. O cuando menos ve: acércate a la delicia con ojos florecidos en todos los puntos, ojos florecidos por toda la piel, y haz del cuerpo poseído un maravilloso texto, imagen e historia que tu placer, en éxtasis, comprende enérgicamente.
Aplicando este principio rudimentario a la historia literaria hallamos por ejemplo que los PROFETAS estuvieron más allá de la carne, más allá de la tentación de la carne y de la proyección del deseo en el mundo de la carne. Su palabra es una palpitación viviente. Entre los POETAS, el patriarcal Homero -dado el enorme poder de influir y fecundar intelectos que ha derivado de sus codificaciones atávicas- no debió sentir otros arrebatos o quemaduras que los de un arquitectónico y espiritual estro. Shakespeare era un ángel brutal, un dios deforme, monstruoso e inmenso, de corazón hipertrofiado, atestado de aguas inconstantes e intempestuosas y de sexo hendido, inactivo, superfluo como boca privada de palabra. Perviven sectas diurnas que lo mantienen en el cénit. Sade, Lautréamont, Artaud, Génet y cuantos se atrevieron a escribir aquello que los demás inhiben frente al requerimiento de una indócil conciencia, narraron con la vitalidad de su indecencia la insuperable imperfección de sus días réprobos y negadores, dolorosamente iluminados por un fulminante desafío hacia todos los héroes desencarnados; narraron con su erecto y procaz descaro, totalmente desolados, la cruel estupidez de una suprema deidad nunca acabada e indefinible: en fin, toda la maldita serie de patéticos hipertensos, de escritura deleznable y lengua malediciente en perpetua provocación, predestinados a una irremisible y pronta extinción, produjeron según el estéril y ocioso principio enunciado en algún momento previo de este roto y zozobrante fragmento de conciencia -produjeron toda su deflagrada y menesterosa obra a instancias siempre de la priápica embestida. Son hoy una rara joya escatológica alrededor del cuello de un pueblo impotente.
En cualquier caso, el número de excepciones a esta regla precaria, el número también de casos paradójicos es, será siempre colosal. Pero sinteticemos: los FILÓSOFOS clásicos fueron castos novelistas provistos de figuras de intermitencia brillante -es decir, manipuladores de figuras paulatinas que operaron con ceremonial calma, en la antípoda de la destellante velocidad, incisiva y abrasiva, del torrencial modo de los POETAS absolutamente modernos, de mente especular y entrepierna tan inflamable como poco resistente. El conato de obra de éstos yace arrumbado en un desván sin salida, donde sólo se aventuran los extravagantes depresivos y sin futuro. Grandes glorias pequeño burguesas los DRAMATURGOS, siempre pretéritos, expertos en vagas diagnosis, fueron a su modo demonios rijosos, de atrabiliario furor e inescrupulosa adaptabilidad frente a toda criatura en algún sentido transitable; en fin, llegaron a ser enhiestos emblemas, por decirlo así, de una humanidad esclava de la siempre exacerbada voluptuosidad. Sus dispersas conversaciones se confinan en sótanos anegados, visitados de tarde en tarde por húmedas sabandijas.
Pródigo joven, si quieres que tu nombre resuene en el templo incandescente de la fama literaria, olvida las bellezas del cuerpo, ignora -sublima en forma de metáfora escorzada hasta el escalofrío el ardor que inunda de dulzura los miembros. O cuando menos ve: acércate a la delicia con ojos florecidos en todos los puntos, ojos florecidos por toda la piel, y haz del cuerpo poseído un maravilloso texto, imagen e historia que tu placer, en éxtasis, comprende enérgicamente.
publicado en Sign'zine # 8 (1997)
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