El siguiente texto es una de las muchas colaboraciones con el Grupo Surrealista de Madrid. Fue concebido para cerrar el ciclo de conferencias sobre la deriva Todavía no han ardido todas. La experiencia poética de la realidad como crítica del miserabilismo a finales de 1997, coeditado en 1998 por Traficantes de Sueños y La Torre Magnética. La presentación se diseñó como una puesta en escena compleja que eliminase toda sensación de inmediación y de realización comunicativa. El punto de partida era la miseria, la mirada no podía ser condescendiente. El ponente se presentó con el uniforme de Industrias Mikuerpo para poner de manifiesto su desidentificación con el grupo anfitrión del evento: mono blanco con un virus estampado y la leyenda: “Industrias Mikuerpo: Deconstrucciones – Derribos – Desplazamientos”. Los asistentes eran obsequiados a la entrada con una caja de cerillas. Al comenzar la charla, el conferenciante ponía sobre la mesa una lata de gasolina y comenzaba a leer sin ocultar su pánico escénico y fumando compulsivamente cerca de la lata. Sobre la pared se proyectaban imágenes recogidas de la calle al azar, aparentemente sin nada destacable, a un ritmo que impedía fijar la mirada. A mitad de la charla, el proyector quedaba detenido en una imagen abstracta de las lámparas fluorescentes del metro, mientras el conferenciante, aparentemente desquiciado, liaba un cigarrillo de hashish y lo prendía en público, disculpándose ostensiblemente por aquella situación y sugiriendo que lo verdaderamente importante del encuentro sucedería después, durante el debate y las circunstancias a que pudiese dar lugar. Se trataba de producir una atmósfera de tensión que, al tiempo que captaba el interés del público por lo que allí sucedía o podía suceder, distraía su atención hacia detalles insustanciales o hechos que desviaban el sentido de lo expuesto. Durante el debate, se hizo referencia constante a la relación entre lenguaje y acción, a la eficacia de la acción simbólica. Se aludía a la falta de sentido de los discursos que, como el del arte, se agotan en sí mismos sin dar lugar a ningún tipo de consecuencia, comparándolos con un arma descargada. En algún momento alguien hizo referencia a la lata de gasolina, que permanecía en la mesa ajena a lo que allí sucedía, queriendo descifrar su sentido. ¿Era una performance retórica o una invitación directa a hacer algo con lo que allí se había dicho? El conferenciante destapó entonces la lata e hizo ademán de verterla sobre la mesa. Efectivamente, estaba vacía.
Pero no sin una redefinición previa de lo que para nosotros es, hoy, una obra de arte; ni sin una dislocación de los patrones perceptivos que el espectáculo ya no necesita imponer desde fuera. Ni, por supuesto, sin un nuevo concepto de revolución adecuado a los nuevos tiempos y madurado en las frustraciones del pasado. Es decir: no sin un redescubrimiento del sentimiento poético fuera de la Poesía.
Un breve e inoportuno comentario acerca del título (ya que es él quien escribe): su constitución dual, como el brazo derecho y el izquierdo combinando sus diferencias en un mismo gesto, como los dos ojos del esquizofrénico enfrentado al fin de un milenio, como las componentes material y utópica de los discursos. Ese "como" en el que convergen, puedo asegurar que por caminos separados, la mayoría de las charlas programadas en este ciclo, es tanto la afirmación de una posibilidad y una relación inédita como la fundación de todas las falsedades en una identificación acrítica (aquella en que sucumben quienes, por ejemplo, se identifican con los políticos del sistema hasta el punto de aceptar la crítica de su gestión dentro de los marcos que el sistema impone para ello). No hay que perder de vista el hecho de que el manejo lingüístico de ambos términos separados, así como la pretensión de reunirlos amigablemente, son ya resultados de una separación inscrita en las condiciones, no sólo materiales, bajo las que nos comunicamos esta noche, y que por tanto las cosas no son ni de lejos, tampoco allí donde el lenguaje nos libera de la realidad, como nos gustaría que fuesen. En la escritura utópica, como en la ideológica, las contradicciones no aparecen resueltas, sino simplemente conjuradas.
La obra de arte se presenta a sí misma en la modernidad como signo privilegiado de esa escritura utópica, en cuanto producto de la "imaginación creadora", y el arte en general como opuesto a los discursos de reproducción como los de las ciencias o el del derecho. Por el cauce de su deriva histórica fluye la savia del proyecto ilustrado de progreso que le dio autonomía, quizá para suplir el vacío metafísico de legitimación que comportaba la desacralización del mundo. Frente al orden estable y las esencias intransferibles del viejo régimen, se celebraría en la modernidad la ruptura fundacional con la sucesión de lo idéntico que transfiere el poder a la burguesía en el lugar de lo sagrado, es decir, se celebraría la Revolución en la ideología de lo nuevo, no en cuanto momento de discontinuidad y violencia estructural, ni tampoco bajo la forma de un cuestionamiento permanente de los fundamentos, sino como representación excelente capaz de suscitar todas las identificaciones, apropiación y monopolio de la dialéctica al servicio de la clase social y el orden político dominantes. Estamos todavía embarcados, después de algunos post- y algunos neo-, en esta aventura cada vez menos razonable del Progreso, cuyo decurso iba a ser precisamente el que marcase la Razón, y cuyo motor utópico sería aquella ambición estética de alcanzar un estado de felicidad en que cabeza y corazón se conciliaran en una paz sublime e inalterable (Schiller). Ambición digna de elogio, si no hubiese detrás un concepto orgánico de sociedad "natural", ya que comportaría la abolición de las clases. No parecemos lejos de alcanzar, en todo caso, esa ataraxia que nos promete el poeta, aunque por "otros" "medios" (no es un corazón inteligente lo que hay detrás de esos ojos brillantes, sino la abolición final de todo rastro de inteligencia y de pasión).
Hay toda una tradición de rechazo que llega hasta a dar un determinado carácter al arte de nuestro siglo, que alcanza un cierto tipo de autoconciencia con las vanguardias estéticas, pero cuyas raíces hay que explorar en aquella mitología de lo nuevo que la modernidad opuso al mito tradicional sin dirimir su estructura. El fragor tecnológico que sirve de fondo y contexto a la nueva formulación que los futuristas hacen de viejas querellas es la realización de la promesa que las suscitaba. Y, en general, la idea de un choque frontal con la cultura tiene su genealogía en un motivo recurrente del arte burgués desde que éste empezó a ofertar novedades: la disputa entre antiguos y modernos, románticos contra la norma y, análogamente, tal y como se contempla desde el punto de vista del artista, las batallas del genio creador contra la crítica. La imagen fundacional en la que el mundo burgués se reconoce, cuya epifanía celebra la obra de arte, es la de una rebelión que hace saltar la historia, cuyo prestigio hay que renovar constantemente para que siga legitimando lo establecido a partir de ella.
El error clásico de los movimientos utópicos que atraviesan nuestro siglo desde el futurismo ha sido esta formulación de un espíritu transgresivo enfrentado a toda su herencia, pretencioso de saltar por encima de ella o cuando menos consciente de ocupar un espacio más allá de la barricada. Desde que la definición del Otro es, ante todo, la demarcación temerosa del Yo. Y desde que tal espacio, definido pocas veces más que como la negación del espacio del "acuerdo" (en su enunciado más radical, contracultura) se constituye en sujeto colectivo, pues al manejar signos, al pedirlos prestados, al subvertirlos y volverlos contra sí mismos, al agitar consignas, denunciar contradicciones, analizar tácticas, y actuar según una estrategia definida y reconocible no estuviesen construyendo algo que propiamente deberíamos llamar "una cultura", en el sentido precisamente de lo que se rechazaba, y como si esa "cultura alternativa" no fuese permeable, no estuviese efectivamente contaminada, tal vez sencillamente encallada, en la determinación de sus fantasmas. Como si en muchas de sus expresiones no estuviese siendo objetivamente manipulada, injertada por manos expertas, utilizada por el sistema para el desarrollo de su propia dinámica.
La obra de arte, sacrificada al altar mediático allí donde se cruzan el mercado y la servidumbre ideológica, no sólo ha perdido cualquier sentido objetivamente revolucionario, sino que ha desarrollado la doble alienación del fetichismo de la mercancía y de la trascendencia del modelo. Dentro de un contexto social donde todo, hasta el hombre, hasta el tiempo, está mercantilizado, se reserva para el arte un tipo específico de mercado donde no prima la burda ley de la oferta y la demanda, sino la disponibilidad y el asentimiento. El dinero que fluye hacia el arte no es dinero en disputa, sino claramente remanente; hablar aquí de "necesidad espiritual" sería cínico, e hipócrita, por lúcido que pueda parecer, hablar en otro sitio de "necesidad creada" mientras vemos carecer de medios de vida materiales a más de medio planeta. La que aquí se pone en juego es una extraña e inexplorada suerte de dinero de saldo con exenciones fiscales y dudosa procedencia que ante todo proclama obscenamente la plusvalía delirante que puede generar el sufrimiento humano. El dinero, pacato a la hora de comprender argumentos, insensible a los vuelos de la poesía y enemigo tradicional de la moral, transige sin embargo ante el arte como ante una musa arrebatadora y escribe largas series de ceros batiendo records anuales en las subastas, demostrando así que puede si quiere comprar el aura, siempre y cuando le cueste cada vez más cara, siempre y cuando sea revolución cristalizada efectivamente lo que se le ofrece. Ese trasfondo puede pasar desapercibido al consumidor burgués y su perspectiva de individuo, pero la organización espectacular de la sociedad capitalista no ignora que lo que se canaliza a través de la institución artística es el poder del pueblo. Que no es aura lo que vende el artista, sino revolución.
Hemos de buscar un nuevo referente para el concepto obra de arte", dentro de esta escritura a dos manos que parece que estamos proponiendo, si queremos que la carga de redención que se le supone en cuanto revolución en la forma se canalice desde la ideología hacia propuestas utópicas, y si queremos que el arte, la actividad donde se realiza el individuo como creador y abierto tanto contra el cierre teórico y científico como contra todo intento de dominación política, escape a sus condicionantes burocráticos y sea un bien accesible.
Parecería que podría bastar con negar toda legitimidad al arte institucional y desarrollar una actividad paralela fuera de los marcos en los que se pretende ritualizar una experiencia irreductible, plegarse a la vieja formulación de sacar el arte del museo y buscar en la calle la iluminación estética en estado puro. Pero si en el fondo de nuestras pesadillas se ubican los sótanos del castillo, en la intemperie aúllan los lobos. La búsqueda de la experiencia estética fuera de los espacios programados para el ejercicio estéril y replicante de la misma no es menos agónica, y puede resultar frustrante para quien está acostumbrado a recibirla en dosis municipales a través de espacios consagrados a ese fin. Mientras en los jardines de la reserva todo ha sido dispuesto para el goce despreocupado de la belleza y se despliega el empeño de media humanidad por señalarle caminos a la otra media, en los entornos por los que discurre nuestra existencia todo parece obedecer a un siniestro plan para establecer lo contrario, y está todo por hacer. La expropiación de la naturaleza derivada de la industrialización (perturbación del flujo ecológico, concentración sedentaria de la población en áreas densas, reducción de la espontaneidad animal y humana a patrones mensurables de reproducción) no se ha visto culminada sin la construcción de un entorno urbano adecuado a criterios de producción y no de vida buena. Las calles, donde tradicionalmente habita y se expresa el pueblo, ya no son espacios de encuentro, sino lugares para una transición forzada y desatenta, consagrados a la circulación automovilística (expropiación material y tangible) y a la exhibición impúdica de los iconos del enemigo (expropiación del espacio simbólico de la ciudad con la función declarada de seducir comercialmente y el programa subrepticio de colonizar la conciencia y domesticar los deseos. Así el cine se sale de las pantallas y despliega una mitología efímera y desmemoriada en los pasadizos del metro).
Paralelamente, como negación de ese mundo vivido en la precariedad y en la decepción, se nos ofrece un nuevo tipo de goce estético a través de la tecnología que ha terminado por invadir y organizar molecularmente nuestra existencia y globalmente la realidad alrededor suyo. La industria del entretenimiento realiza, otra vez de modo cínico y banalizado, y adeudando para ello tácticas que figuran en el haber de las vanguardias, buena parte de las promesas que éstas se hacían: el acceso libre a un ámbito de acontecimientos lúdico e imprevisible, la liberación dé los deseos inconscientes (siquiera sea en un sucedáneo proyectivo), el feed-back inmediato (los resultados de audiencia condicionan a veces al minuto los contenidos de los programas), la vivencia de un tiempo a-histórico y un espacio u-tópico, y, sobre todo, la ilusión de participación que derriba las fronteras entre espectáculo y público expectante.
Este cumplimiento irónico de los objetivos de ciertas vanguardias en cuya estela quisiera ubicar mi proyecto ha sido reconsiderado por su más brillante teorizador como una extensión del espectáculo más allá de sus límites hasta invadir toda la existencia como "espectáculo integrado", cuyo sentido final “es que se ha incorporado a la realidad a la vez que hablaba de ella; y que la reconstruye como la habla. /.../ El espectáculo se ha mezclado con la realidad irradiándola”. A partir de ahí, la determinación de los fines y de los medios del espectáculo puede abandonarse en manos de los espectadores que han crecido sometidos a sus leyes y han asimilado los tópicos mediáticos como una tercera o cuarta naturaleza, sin que esta intervención tenga otro efecto que el de una vuelta de tuerca en el programa de la falsificación. Los análisis de audiencias se integran ahora como contenidos del espectáculo. El círculo del espectáculo se cierra en la contemplación fascinada de sí mismo. La participación inaugura una nueva vía para la explotación y la alienación en la sociedad industrial tardía.
Reconducir la experiencia estética fuera de los marcos de lo ideológico se ha convertido, pues, en una tarea compleja e ineludible. Compleja porque el capital puede activar dinamismos capaces de anular toda imagen de redención en un reflejo subvertido, vacunado ya contra la utopía gracias a la promiscuidad de su discurso y los mitos de la revolución fundante y de lo nuevo. Ineludible porque la vivencia estética de la realidad es la condición de la dignidad y la libertad humanas, y ningún movimiento revolucionario debería cesar en su acción hasta su conquista efectiva, pero además porque aún en su ausencia, y por lo tanto en la necesidad de su "ideación", es el único contexto en el que podría desarrollarse una síntesis que pusiera fin a las diferencias de clase y de culturas. Y aún finalmente se nos habría vuelto ineludible hoy para recuperar la corporeidad y poder así materializar la sobreabundancia de placer que es capaz de imaginar la sociedad de consumo. Las llamadas "utopías virtuales" son ideologías inconfundibles, pues lo que diferencia unas de otras es precisamente esa condición virtual que empieza en el lenguaje y se enquista en la teoría.
La calle debe ser reocupada y "redireccionada" en su función. “Hay que pasar de la circulación como suplemento de trabajo a la circulación como placer”. Sin duda. Pero la deriva urbana discurre por un mundo extrañado, y todos sus puntos de fuga han sido dispuestos de tal forma que conducen invariablemente a unos grandes almacenes. La ciudad moderna es un espacio lleno de oportunidades para un derivante que quiere ejercer la poesía, pero nuevamente habrá de preguntarse: ¿qué poesía? Allí está también la historia, la retórica del sistema, el "arte realizado"... ¿y quién escribe en la calle? La lógica mercantil acepta que "la acción del azar es naturalmente conservadora y tiende, en un nuevo marco, a reducir todo a la alternancia de un número limitado de variantes y al hábito", por lo que la deriva, en su unidad, comprende a la vez "ese dejarse llevar y su contradicción necesaria: la dominación de las variables psicogeográficas por el conocimiento y el cálculo de sus posibilidades." Aunque resulta chocante esta disposición debordiana a convertir el uso de la libertad en una práctica teorizable, esta afirmación perfila ya como de pasada la difusión científica de caos practicada hoy por ciertas derivaciones europeas de la vanguardia situacionista, y ha de ser radicalizada en su aplicación a los nuevos entornos que impone la sociedad mediatizada.
En el mundo del espectáculo integrado en sí mismo, donde la sobreabundancia de imágenes es el fundamento de la ideología, desde que la imaginación ocupa un ministerio adjunto en el poder y rige sin competencia en el mercado, existe una derivación lúcida del gesto artístico que desvía su potencial estético hacia el goce vital e improductivo. Su lugar no está en el espectáculo, porque es su negación: la explotación del espectáculo por parte del espectador, el ejercicio de la apropiación perceptiva como respuesta a la alienación productiva. Si en la "obra abierta" que teorizaba Eco el receptor era una pieza clave de la obra sin cuya participación no podía ésta desplegar su sentido, para el artista de la recepción no hay más belleza que la que pueden fundar sus sentidos.
La invasión de la vida por el simulacro supone el desplazamiento del eje de la experiencia estética desde el productor al receptor, la zona donde se despliega el sentido. Si esto es así en el caso de los medios de comunicación de masas, en el marco de un proyecto de emancipación cobra especial relevancia al abrir una vía de superación del contexto económico en que el signo despliega su energía, posibilitando por tanto una transgresión radical de las pautas de percepción, y no aquellas otras transgresiones rituales que se producen en el plano formal o en aquel otro más ingenuo de los "contenidos". Realmente la deriva debe ser un transcurso diferente del tiempo: del tiempo y del lenguaje, que lo funda. El artista de la recepción no produce lo mismo a partir de lo otro (capital por trabajo), sino que trabaja a partir del capital de imágenes concebidas para su alienación y construye su propia experiencia. Se aparta de lo valioso pues no busca comprar nada: se alimenta de restos y ruinas a los que sabe siempre dar un nuevo sentido, o ninguno en absoluto. Lejos de disolver su libido en la promesa de novedad, vampiriza los iconos del mercado y construye su propio deseo. Su actividad no es interesadamente crítica y en ello cobra su fuerza, pues destruye toda intencionalidad en una carcajada obscena ante la que el "misterio oculto" de las palabras y su seducción invisible quedan en evidencia. Un buen modelo para iniciarse en esta figura del "espectador artista" es el "fláneur" benjaminiano, en cuanto perceptor heurístico y disfuncional de los mecanismos que rigen la vida en la ciudad moderna, pero nuestro espía moderno deriva por una noche sin luna, ya no se enfrenta a un signo que hereda las últimas trazas de encantamiento simbólico, sino a la pura marca o el tatuaje, que no son heridas de nacimiento, ni aspira a otra iluminación que la iluminación eléctrica. Esta negación de toda trascendencia, tanto al signo como a esos otros signos de más amplio alcance que son el medio y el contexto, es la que fundamenta la práctica indiscriminada e irreverente del "desvío" o adecuación a los propios intereses de todo tipo de mensajes preexistentes. El espectador-artista se niega a participar, extrae fascinación y no devuelve respeto, pues no es iluminado ni por Dios ni por los hombres: sólo percibe fogonazos en la noche cerrada de estos tiempos, fuegos de artificio para una fiesta de disfraces en cuyo resplandor efímero encuentra su sombra, y amparándose en la impunidad de la noche y de las máscaras elimina a un policía que nadie va a echar de menos con un gesto experto.
Cabe decir de este ámbito lo que de la movilización popular en el momento presente, según muchos han comprendido: que ha llegado el momento de desconfiar sistemáticamente de las palabras, lo que no implica atenerse a los hechos, sino lanzarse a la acción. Llenar el mundo de fenómenos fundantes sin permitir que ninguno de ellos cristalice como chiste malo en la vanidad de una escenificación ritualizada, en ese como si tuviéramos conciencia que es la falsa conciencia de "arte" "político" y de la propia política de "representantes". Ni implica tampoco, por cierto, un olvido de la "cultura" en cuanto espacio maldito donde se dan todas las represiones y las condiciones para la represión. Por el contrario, supone un liberador “darse cuenta” que requiere un conocimiento profundo de la geografía del enemigo y del manejo desviado de sus poderosas armas.
En la sociedad de lo espectacular integrado hay una guerra por hacer en el campo de los signos. Existe, además, un arsenal crítico y movilizador en la propia cultura que debe ser activado, no para determinar nuestro comportamiento con ideales caducos ni para asumir la pesadumbre de las doctrinas, sino para “armar al pueblo” en la gran lucha de guerrillas que se nos avecina.
por Luis Navarro
Pero no sin una redefinición previa de lo que para nosotros es, hoy, una obra de arte; ni sin una dislocación de los patrones perceptivos que el espectáculo ya no necesita imponer desde fuera. Ni, por supuesto, sin un nuevo concepto de revolución adecuado a los nuevos tiempos y madurado en las frustraciones del pasado. Es decir: no sin un redescubrimiento del sentimiento poético fuera de la Poesía.
Un breve e inoportuno comentario acerca del título (ya que es él quien escribe): su constitución dual, como el brazo derecho y el izquierdo combinando sus diferencias en un mismo gesto, como los dos ojos del esquizofrénico enfrentado al fin de un milenio, como las componentes material y utópica de los discursos. Ese "como" en el que convergen, puedo asegurar que por caminos separados, la mayoría de las charlas programadas en este ciclo, es tanto la afirmación de una posibilidad y una relación inédita como la fundación de todas las falsedades en una identificación acrítica (aquella en que sucumben quienes, por ejemplo, se identifican con los políticos del sistema hasta el punto de aceptar la crítica de su gestión dentro de los marcos que el sistema impone para ello). No hay que perder de vista el hecho de que el manejo lingüístico de ambos términos separados, así como la pretensión de reunirlos amigablemente, son ya resultados de una separación inscrita en las condiciones, no sólo materiales, bajo las que nos comunicamos esta noche, y que por tanto las cosas no son ni de lejos, tampoco allí donde el lenguaje nos libera de la realidad, como nos gustaría que fuesen. En la escritura utópica, como en la ideológica, las contradicciones no aparecen resueltas, sino simplemente conjuradas.
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La obra de arte se presenta a sí misma en la modernidad como signo privilegiado de esa escritura utópica, en cuanto producto de la "imaginación creadora", y el arte en general como opuesto a los discursos de reproducción como los de las ciencias o el del derecho. Por el cauce de su deriva histórica fluye la savia del proyecto ilustrado de progreso que le dio autonomía, quizá para suplir el vacío metafísico de legitimación que comportaba la desacralización del mundo. Frente al orden estable y las esencias intransferibles del viejo régimen, se celebraría en la modernidad la ruptura fundacional con la sucesión de lo idéntico que transfiere el poder a la burguesía en el lugar de lo sagrado, es decir, se celebraría la Revolución en la ideología de lo nuevo, no en cuanto momento de discontinuidad y violencia estructural, ni tampoco bajo la forma de un cuestionamiento permanente de los fundamentos, sino como representación excelente capaz de suscitar todas las identificaciones, apropiación y monopolio de la dialéctica al servicio de la clase social y el orden político dominantes. Estamos todavía embarcados, después de algunos post- y algunos neo-, en esta aventura cada vez menos razonable del Progreso, cuyo decurso iba a ser precisamente el que marcase la Razón, y cuyo motor utópico sería aquella ambición estética de alcanzar un estado de felicidad en que cabeza y corazón se conciliaran en una paz sublime e inalterable (Schiller). Ambición digna de elogio, si no hubiese detrás un concepto orgánico de sociedad "natural", ya que comportaría la abolición de las clases. No parecemos lejos de alcanzar, en todo caso, esa ataraxia que nos promete el poeta, aunque por "otros" "medios" (no es un corazón inteligente lo que hay detrás de esos ojos brillantes, sino la abolición final de todo rastro de inteligencia y de pasión).
Hay toda una tradición de rechazo que llega hasta a dar un determinado carácter al arte de nuestro siglo, que alcanza un cierto tipo de autoconciencia con las vanguardias estéticas, pero cuyas raíces hay que explorar en aquella mitología de lo nuevo que la modernidad opuso al mito tradicional sin dirimir su estructura. El fragor tecnológico que sirve de fondo y contexto a la nueva formulación que los futuristas hacen de viejas querellas es la realización de la promesa que las suscitaba. Y, en general, la idea de un choque frontal con la cultura tiene su genealogía en un motivo recurrente del arte burgués desde que éste empezó a ofertar novedades: la disputa entre antiguos y modernos, románticos contra la norma y, análogamente, tal y como se contempla desde el punto de vista del artista, las batallas del genio creador contra la crítica. La imagen fundacional en la que el mundo burgués se reconoce, cuya epifanía celebra la obra de arte, es la de una rebelión que hace saltar la historia, cuyo prestigio hay que renovar constantemente para que siga legitimando lo establecido a partir de ella.
El error clásico de los movimientos utópicos que atraviesan nuestro siglo desde el futurismo ha sido esta formulación de un espíritu transgresivo enfrentado a toda su herencia, pretencioso de saltar por encima de ella o cuando menos consciente de ocupar un espacio más allá de la barricada. Desde que la definición del Otro es, ante todo, la demarcación temerosa del Yo. Y desde que tal espacio, definido pocas veces más que como la negación del espacio del "acuerdo" (en su enunciado más radical, contracultura) se constituye en sujeto colectivo, pues al manejar signos, al pedirlos prestados, al subvertirlos y volverlos contra sí mismos, al agitar consignas, denunciar contradicciones, analizar tácticas, y actuar según una estrategia definida y reconocible no estuviesen construyendo algo que propiamente deberíamos llamar "una cultura", en el sentido precisamente de lo que se rechazaba, y como si esa "cultura alternativa" no fuese permeable, no estuviese efectivamente contaminada, tal vez sencillamente encallada, en la determinación de sus fantasmas. Como si en muchas de sus expresiones no estuviese siendo objetivamente manipulada, injertada por manos expertas, utilizada por el sistema para el desarrollo de su propia dinámica.
La obra de arte, sacrificada al altar mediático allí donde se cruzan el mercado y la servidumbre ideológica, no sólo ha perdido cualquier sentido objetivamente revolucionario, sino que ha desarrollado la doble alienación del fetichismo de la mercancía y de la trascendencia del modelo. Dentro de un contexto social donde todo, hasta el hombre, hasta el tiempo, está mercantilizado, se reserva para el arte un tipo específico de mercado donde no prima la burda ley de la oferta y la demanda, sino la disponibilidad y el asentimiento. El dinero que fluye hacia el arte no es dinero en disputa, sino claramente remanente; hablar aquí de "necesidad espiritual" sería cínico, e hipócrita, por lúcido que pueda parecer, hablar en otro sitio de "necesidad creada" mientras vemos carecer de medios de vida materiales a más de medio planeta. La que aquí se pone en juego es una extraña e inexplorada suerte de dinero de saldo con exenciones fiscales y dudosa procedencia que ante todo proclama obscenamente la plusvalía delirante que puede generar el sufrimiento humano. El dinero, pacato a la hora de comprender argumentos, insensible a los vuelos de la poesía y enemigo tradicional de la moral, transige sin embargo ante el arte como ante una musa arrebatadora y escribe largas series de ceros batiendo records anuales en las subastas, demostrando así que puede si quiere comprar el aura, siempre y cuando le cueste cada vez más cara, siempre y cuando sea revolución cristalizada efectivamente lo que se le ofrece. Ese trasfondo puede pasar desapercibido al consumidor burgués y su perspectiva de individuo, pero la organización espectacular de la sociedad capitalista no ignora que lo que se canaliza a través de la institución artística es el poder del pueblo. Que no es aura lo que vende el artista, sino revolución.
Hemos de buscar un nuevo referente para el concepto obra de arte", dentro de esta escritura a dos manos que parece que estamos proponiendo, si queremos que la carga de redención que se le supone en cuanto revolución en la forma se canalice desde la ideología hacia propuestas utópicas, y si queremos que el arte, la actividad donde se realiza el individuo como creador y abierto tanto contra el cierre teórico y científico como contra todo intento de dominación política, escape a sus condicionantes burocráticos y sea un bien accesible.
Parecería que podría bastar con negar toda legitimidad al arte institucional y desarrollar una actividad paralela fuera de los marcos en los que se pretende ritualizar una experiencia irreductible, plegarse a la vieja formulación de sacar el arte del museo y buscar en la calle la iluminación estética en estado puro. Pero si en el fondo de nuestras pesadillas se ubican los sótanos del castillo, en la intemperie aúllan los lobos. La búsqueda de la experiencia estética fuera de los espacios programados para el ejercicio estéril y replicante de la misma no es menos agónica, y puede resultar frustrante para quien está acostumbrado a recibirla en dosis municipales a través de espacios consagrados a ese fin. Mientras en los jardines de la reserva todo ha sido dispuesto para el goce despreocupado de la belleza y se despliega el empeño de media humanidad por señalarle caminos a la otra media, en los entornos por los que discurre nuestra existencia todo parece obedecer a un siniestro plan para establecer lo contrario, y está todo por hacer. La expropiación de la naturaleza derivada de la industrialización (perturbación del flujo ecológico, concentración sedentaria de la población en áreas densas, reducción de la espontaneidad animal y humana a patrones mensurables de reproducción) no se ha visto culminada sin la construcción de un entorno urbano adecuado a criterios de producción y no de vida buena. Las calles, donde tradicionalmente habita y se expresa el pueblo, ya no son espacios de encuentro, sino lugares para una transición forzada y desatenta, consagrados a la circulación automovilística (expropiación material y tangible) y a la exhibición impúdica de los iconos del enemigo (expropiación del espacio simbólico de la ciudad con la función declarada de seducir comercialmente y el programa subrepticio de colonizar la conciencia y domesticar los deseos. Así el cine se sale de las pantallas y despliega una mitología efímera y desmemoriada en los pasadizos del metro).
Paralelamente, como negación de ese mundo vivido en la precariedad y en la decepción, se nos ofrece un nuevo tipo de goce estético a través de la tecnología que ha terminado por invadir y organizar molecularmente nuestra existencia y globalmente la realidad alrededor suyo. La industria del entretenimiento realiza, otra vez de modo cínico y banalizado, y adeudando para ello tácticas que figuran en el haber de las vanguardias, buena parte de las promesas que éstas se hacían: el acceso libre a un ámbito de acontecimientos lúdico e imprevisible, la liberación dé los deseos inconscientes (siquiera sea en un sucedáneo proyectivo), el feed-back inmediato (los resultados de audiencia condicionan a veces al minuto los contenidos de los programas), la vivencia de un tiempo a-histórico y un espacio u-tópico, y, sobre todo, la ilusión de participación que derriba las fronteras entre espectáculo y público expectante.
Este cumplimiento irónico de los objetivos de ciertas vanguardias en cuya estela quisiera ubicar mi proyecto ha sido reconsiderado por su más brillante teorizador como una extensión del espectáculo más allá de sus límites hasta invadir toda la existencia como "espectáculo integrado", cuyo sentido final “es que se ha incorporado a la realidad a la vez que hablaba de ella; y que la reconstruye como la habla. /.../ El espectáculo se ha mezclado con la realidad irradiándola”. A partir de ahí, la determinación de los fines y de los medios del espectáculo puede abandonarse en manos de los espectadores que han crecido sometidos a sus leyes y han asimilado los tópicos mediáticos como una tercera o cuarta naturaleza, sin que esta intervención tenga otro efecto que el de una vuelta de tuerca en el programa de la falsificación. Los análisis de audiencias se integran ahora como contenidos del espectáculo. El círculo del espectáculo se cierra en la contemplación fascinada de sí mismo. La participación inaugura una nueva vía para la explotación y la alienación en la sociedad industrial tardía.
Reconducir la experiencia estética fuera de los marcos de lo ideológico se ha convertido, pues, en una tarea compleja e ineludible. Compleja porque el capital puede activar dinamismos capaces de anular toda imagen de redención en un reflejo subvertido, vacunado ya contra la utopía gracias a la promiscuidad de su discurso y los mitos de la revolución fundante y de lo nuevo. Ineludible porque la vivencia estética de la realidad es la condición de la dignidad y la libertad humanas, y ningún movimiento revolucionario debería cesar en su acción hasta su conquista efectiva, pero además porque aún en su ausencia, y por lo tanto en la necesidad de su "ideación", es el único contexto en el que podría desarrollarse una síntesis que pusiera fin a las diferencias de clase y de culturas. Y aún finalmente se nos habría vuelto ineludible hoy para recuperar la corporeidad y poder así materializar la sobreabundancia de placer que es capaz de imaginar la sociedad de consumo. Las llamadas "utopías virtuales" son ideologías inconfundibles, pues lo que diferencia unas de otras es precisamente esa condición virtual que empieza en el lenguaje y se enquista en la teoría.
La calle debe ser reocupada y "redireccionada" en su función. “Hay que pasar de la circulación como suplemento de trabajo a la circulación como placer”. Sin duda. Pero la deriva urbana discurre por un mundo extrañado, y todos sus puntos de fuga han sido dispuestos de tal forma que conducen invariablemente a unos grandes almacenes. La ciudad moderna es un espacio lleno de oportunidades para un derivante que quiere ejercer la poesía, pero nuevamente habrá de preguntarse: ¿qué poesía? Allí está también la historia, la retórica del sistema, el "arte realizado"... ¿y quién escribe en la calle? La lógica mercantil acepta que "la acción del azar es naturalmente conservadora y tiende, en un nuevo marco, a reducir todo a la alternancia de un número limitado de variantes y al hábito", por lo que la deriva, en su unidad, comprende a la vez "ese dejarse llevar y su contradicción necesaria: la dominación de las variables psicogeográficas por el conocimiento y el cálculo de sus posibilidades." Aunque resulta chocante esta disposición debordiana a convertir el uso de la libertad en una práctica teorizable, esta afirmación perfila ya como de pasada la difusión científica de caos practicada hoy por ciertas derivaciones europeas de la vanguardia situacionista, y ha de ser radicalizada en su aplicación a los nuevos entornos que impone la sociedad mediatizada.
En el mundo del espectáculo integrado en sí mismo, donde la sobreabundancia de imágenes es el fundamento de la ideología, desde que la imaginación ocupa un ministerio adjunto en el poder y rige sin competencia en el mercado, existe una derivación lúcida del gesto artístico que desvía su potencial estético hacia el goce vital e improductivo. Su lugar no está en el espectáculo, porque es su negación: la explotación del espectáculo por parte del espectador, el ejercicio de la apropiación perceptiva como respuesta a la alienación productiva. Si en la "obra abierta" que teorizaba Eco el receptor era una pieza clave de la obra sin cuya participación no podía ésta desplegar su sentido, para el artista de la recepción no hay más belleza que la que pueden fundar sus sentidos.
La invasión de la vida por el simulacro supone el desplazamiento del eje de la experiencia estética desde el productor al receptor, la zona donde se despliega el sentido. Si esto es así en el caso de los medios de comunicación de masas, en el marco de un proyecto de emancipación cobra especial relevancia al abrir una vía de superación del contexto económico en que el signo despliega su energía, posibilitando por tanto una transgresión radical de las pautas de percepción, y no aquellas otras transgresiones rituales que se producen en el plano formal o en aquel otro más ingenuo de los "contenidos". Realmente la deriva debe ser un transcurso diferente del tiempo: del tiempo y del lenguaje, que lo funda. El artista de la recepción no produce lo mismo a partir de lo otro (capital por trabajo), sino que trabaja a partir del capital de imágenes concebidas para su alienación y construye su propia experiencia. Se aparta de lo valioso pues no busca comprar nada: se alimenta de restos y ruinas a los que sabe siempre dar un nuevo sentido, o ninguno en absoluto. Lejos de disolver su libido en la promesa de novedad, vampiriza los iconos del mercado y construye su propio deseo. Su actividad no es interesadamente crítica y en ello cobra su fuerza, pues destruye toda intencionalidad en una carcajada obscena ante la que el "misterio oculto" de las palabras y su seducción invisible quedan en evidencia. Un buen modelo para iniciarse en esta figura del "espectador artista" es el "fláneur" benjaminiano, en cuanto perceptor heurístico y disfuncional de los mecanismos que rigen la vida en la ciudad moderna, pero nuestro espía moderno deriva por una noche sin luna, ya no se enfrenta a un signo que hereda las últimas trazas de encantamiento simbólico, sino a la pura marca o el tatuaje, que no son heridas de nacimiento, ni aspira a otra iluminación que la iluminación eléctrica. Esta negación de toda trascendencia, tanto al signo como a esos otros signos de más amplio alcance que son el medio y el contexto, es la que fundamenta la práctica indiscriminada e irreverente del "desvío" o adecuación a los propios intereses de todo tipo de mensajes preexistentes. El espectador-artista se niega a participar, extrae fascinación y no devuelve respeto, pues no es iluminado ni por Dios ni por los hombres: sólo percibe fogonazos en la noche cerrada de estos tiempos, fuegos de artificio para una fiesta de disfraces en cuyo resplandor efímero encuentra su sombra, y amparándose en la impunidad de la noche y de las máscaras elimina a un policía que nadie va a echar de menos con un gesto experto.
Cabe decir de este ámbito lo que de la movilización popular en el momento presente, según muchos han comprendido: que ha llegado el momento de desconfiar sistemáticamente de las palabras, lo que no implica atenerse a los hechos, sino lanzarse a la acción. Llenar el mundo de fenómenos fundantes sin permitir que ninguno de ellos cristalice como chiste malo en la vanidad de una escenificación ritualizada, en ese como si tuviéramos conciencia que es la falsa conciencia de "arte" "político" y de la propia política de "representantes". Ni implica tampoco, por cierto, un olvido de la "cultura" en cuanto espacio maldito donde se dan todas las represiones y las condiciones para la represión. Por el contrario, supone un liberador “darse cuenta” que requiere un conocimiento profundo de la geografía del enemigo y del manejo desviado de sus poderosas armas.
En la sociedad de lo espectacular integrado hay una guerra por hacer en el campo de los signos. Existe, además, un arsenal crítico y movilizador en la propia cultura que debe ser activado, no para determinar nuestro comportamiento con ideales caducos ni para asumir la pesadumbre de las doctrinas, sino para “armar al pueblo” en la gran lucha de guerrillas que se nos avecina.
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