Es propicio atravesar las grandes aguas. [I Ching: “El trabajo en lo echado a perder”]
Herederos de una época de bienestar, para quienes la supervivencia se daba por supuesta a cambio del aburrimiento y la aceptación, sobradamente cualificados para analizar y comprender las derivas del proyecto estético ilustrado tras dos guerras mundiales calientes y una fría, no pensábamos sin embargo que mereciese la pena luchar por nada menos que la utopía estética moderna: la de una sociedad sin clases entregada a la libre producción de sí misma. Aunque fuese una lucha ensayada mil veces, abocada al fracaso y sin otra motivación que mantenerse vivos y despiertos. Aun cuando no sólo hubiese muerto el arte, sino también el punk y el resto de sus asesinos. Donde en otro tiempo pudo haber esperanza, actuábamos más bien por desesperación. Librados de la exigencia de buscar una verdad, prevenidos incluso de lo peligroso e inconveniente de encontrarla, topábamos con la necesidad inexplicada de escapar de la omnipresente mentira sin otros recursos que la crítica desarmada y el juguete roto del arte.
Para mucha gente, bregada y respetada en su ámbito de intervención, la acción subversiva en el plano cultural no es más que una marca de idealismo juvenil que hay que dejar a un lado en el proceso de iniciación al activismo, una vez enfrentados a las resistencias y complejidades de la lucha y curtidos por los golpes y las heridas del cuerpo (como ya les sucediese a los situacionistas, cuya inspiración “artística” le reprochan sus críticos “ortodoxos”). Una especie de dandismo, una forma pija de integrarse e integrar el prestigio de la resistencia sin estropearse el peinado ni renunciar a la “distinción” que procura el arte, una actividad de carácter marcadamente burgués sobre la que los burgueses proyectan los impulsos inconformistas que les auparon a la dominación.
Algunas de estas consideraciones cupieron en los análisis etiquetados por mikuerpo; puede reprocharse incluso cierta prolijidad con esta cuestión. Los componentes burgueses de la institución artística aparecían claramente definidos y denunciados en sus escritos, precisamente para aislar y reconocer los puntos de aplicación que permitiesen dar lugar una práctica alternativa de producción e intercambio simbólico al margen de esa institución. Es cierto, además, que los primeros intentos en esta línea fueron, como suele ser habitual, movimientos de búsqueda muy desfigurados, poco efectivos, que reproducían en ocasiones el mismo esquema, aunque fuese de forma irónica y distanciada.
Por lo demás, existía una clara convicción, y un enorme respeto, en lo que se refiere la materialidad del signo y su doble naturaleza sintomática y productiva, hasta el punto de definir la empresa como “taller de procesamiento y producción de signos de cultura”. La idea respondería exactamente a lo que hoy sería un “laboratorio de memes”, pero la memética todavía estaba en ciernes, por lo que aún parecía tener más que ver con la poesía conceptual que con la elaboración “competente” de la vida cotidiana.
Se asumía también que, si nada cambiaba, era porque no lo hacían los “dioses”. Es cierto que las transformaciones culturales requieren plazos mayores de adaptación y de borrado de viejos hábitos y que suelen marchar a remolque de los acontecimientos históricos. También lo es que sólo el asentimiento en este campo da cohesión y estabilidad al orden social, y que tanto el orden social como la cultura se hallan inmersos desde hace tiempo en un proceso de descomposición inexorable. El espectáculo de la muerte del arte se ha adueñado por completo de la antigua esfera de producción de sentido e imágenes de reconocimiento sin que hayan surgido otras alternativas funcionales que las aportadas por el mundo de la publicidad y los medios de comunicación de masas.
Se daba por cierto, finalmente, que en el legado aportado por la vieja práctica artística burguesa, a la que debía suceder en términos tanto de continuidad como de ruptura una nueva práctica personal y colectiva de producción de sentido, se encontraban los conocimientos y herramientas cuyo uso desviado, y en ocasiones irreverente, había de señalar el camino de una transformación posible en el plano cultural, basada en la apropiación creativa. Tras la ruptura subjetivista romántica y el estallido de las vanguardias, numerosos artistas rebeldes se habían aplicado a esta crítica de la institución y habían desarrollado caminos de superación, desatendidos como meras elucubraciones artísticas. Pero ahí había respuestas: se trataba tan sólo de sustraer el arsenal del arte de las dinámicas de explotación impuestas por la institución, de liberar las energías creativas, cuyo excedente imposible de aplicar estaba a punto de producir un desbordamiento social.
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