En todas partes se reclama una nueva mitología capaz de responder a las nuevas exigencias sociales [Asger Jorn].
El dispositivo nunca es neutral: marca objetivos y genera formas apropiadas, arrastra un legado y una experiencia. El nihilismo no era un caballo de batalla, sino la marca de los tiempos, y estaba poblado de fantasmas.
Existían unas cuantas asunciones sin las cuales era imposible o completamente inútil emprender nada. No eran explícitas, ni estaban ocultas: constituían más bien una especie de atmósfera; trazaban pistas para el reconocimiento, pero no funcionaban como principios. Nunca hubo estatutos ni programa, y sí la invitación a replantearse la experiencia en términos radicales, que permitiesen romper con todas las formas de separación de un mundo construido a partir de conceptos: la demarcación entre las razas y los sexos, la distancia insalvable entre sujeto y objeto, entre el individuo y lo social, la imposibilidad de ensamblar el mundo material y las producciones del espíritu, la siniestra alienación del hombre en sus productos.
Frente a este mundo de identidades discretas, de categorías, de sistemas jerárquicos, de cosificación, binomios y medidas, se pretendía capturar y reivindicar la realidad desde el continuo de la experiencia, se fomentaban las identidades borrosas y la percepción de una sola sustancia en flujo constante. Frente al dualismo filosófico occidental se profesaba un materialismo no restringido, una sola sustancia no entregada a lo dado, a la solidez, al puñetazo en la mesa y punto, sino que integrase en sí misma lo maravilloso, lo abierto y lo desconocido. Este planteamiento tiene también consecuencias en los usos críticos, ya que desmonta también el paradigma de base-superestructura como deudor de ese dualismo.
Se ironizaba con las raíces “culturales” de los nuevos males, tanto en el orden social como en el personal, pues están interrelacionados. Iniciativas irónicas como el consultorio terapéutico-cultural No te vendo más que la herida jugaban con la suposición de que puede intervenirse en la propia salud corporal mediante la producción de signos, ya que existe una cerrada conexión entre los problemas del cuerpo y los de la mente. Se trataba de una especie de consultorio artístico, o de asistencia psicológica a través del arte y la cultura, que ofrecía arte personalizado a precios de bazar chino.
Se promulgaba, en la estela de las corrientes idealistas, una estética ingenua donde la forma es el contenido, y esa correspondencia nunca alcanzada por completo produce a la vez la belleza y la verdad. Se optaba por la estética cruda del fanzine, imperfecto, sucio, inacabado, como alternativa sincera frente a una sociedad atiborrada de imágenes sofisticadas, de simulacros de vida no vivida realmente, de publicidad y espectáculos teledirigidos. Frente al gran flujo homogéneo de relatos e imágenes producido por el capital concentrado y el pensamiento único, el fanzine aparece como el auténtico difusor de la información, el dispersador de sus sentidos e interpretaciones. Testimonia el esfuerzo por hacer frente a ese flujo impuesto y por construir desde abajo una realidad a la propia escala.
El énfasis de los orígenes por publicar los borradores manuales de los poemas, fáciles de reproducir mediante fotocopias, no era una reivindicación romántica del “estilo” (llevado a su expresión plástica) o del “original” (llevado a su expresión literaria), sino un intento de reintroducir la dimensión personal en las prácticas tecnológicas, de capturar el proceso de producción de la obra e integrarlo en el resultado, con todas sus fisuras y zozobras, sus ensayos y contradicciones. Era un “naturalismo”, no un “expresionismo”. Una obra acabada es una obra cerrada, a veces la proyección de un solipsismo disfrazado de comunicación. Del mismo modo que la fotografía había revelado y puesto en primer plano el “inconsciente óptico”, la fotocopia tenía la capacidad desaprovechada de presentarnos aquello que late tras la escritura, la “verdad” de la poesía.
Se trataba en cualquier caso de una noción de verdad no absolutista, sino procesualmente aproximativa. Esa correspondencia entre forma y contenido nunca se logra por completo porque cada uno vive encerrado en lo particular. Esta es la razón por la que nadie puede alcanzar, ni mucho menos estar en posesión de la verdad absoluta, que sólo puede anhelarse en la búsqueda, constituir un horizonte de actuación que toma la transparencia, la limpieza de intenciones como norma de conducta.
Aunque se postula contra la tendencia de los tiempos, este horizonte de verdad es irrenunciable, como demuestra la existencia, ésta sí constatable a cada instante, de la falsedad y la violencia. Es la condición de la crítica y horizonte político y moral, que hoy precisa ante todo una objetivación y crítica de la sociedad del espectáculo como sociedad de la falsedad institucionalizada. La falsedad es aquí una falta de correspondencia entre forma y contenido intencionalmente producida con el objetivo de torcer o violentar el curso real de las cosas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario