jueves, 27 de enero de 2011

No había futuro


Ni habla ni oculta nada, sino que se manifiesta por signos (Heráclito).

industrias mikuerpo no era un grupo, sino un entramado de participación. Un oído en lugar de una voz, con más vocación de medio que de emisor, aunque de una forma tal que el medio no sólo fuese el mensaje, sino todas las instancias de la comunicación reunidas en una especie de reactivo químico, o de microorganismo capaz de fermentar el magma cultural para intentar darle otro sentido. Su materia prima era el ruido, la confusión de imágenes, la mezcla conceptual de la calle. No había detrás una estructura, sino un dispositivo de generación fractal de “consecuencias inesperadas”, un ensayo de producción de errores en el sistema. No tenía un programa, sino que participaba, sin ánimo de constituirse como nada, en una búsqueda a ciegas en medio de la oscuridad de los tiempos. 

Los primeros noventa eran años de indefinición, tanto en el plano político como en el personal. El desencanto político de la Transición había dado un nuevo giro con la política de los últimos años del PSOE de González. Las movilizaciones estudiantiles, el desvío de fondos reservados, la impotencia ante ETA, la guerra sucia, el estado policial (Ley Corcuera) y la corrupción política habían convertido ya al gobierno en un cadáver andante, que seguía actuando por inercia sólo gracias a la ausencia de alternativas. Se intuía un cambio de ciclo político, y el único posible beneficiario del mismo era el partido conservador, liderado por un tipo que no traicionaría nuestra desconfianza.

En el plano de las vivencias personales, se nos había machacado ya bastante con la muerte de los grandes relatos, con el fin de las ideologías, y entre ellas la utopía estética, el arte y los ciclos gloriosos de sus vanguardias, para que nuestro horizonte se fuese estrechando a medida que el mundo se globalizaba y nuestros referentes se disolvían en su propia leyenda negra. El “no future” parecía haber llegado. Los jóvenes del baby boom habían alcanzado la madurez, pero no habían accedido al poder ni se habían adueñado de su destino. Las revueltas nihilistas de los ochenta no parecían haber dejado nada tras de sí, sino desencanto, agotamiento, nulidad de toda acción. La generación bautizada por el marketing con una X mayúscula, de la que al menos nos quedará su rechazo autista a participar del montaje, su anticonsumismo ofendido, era denunciada por su conformismo, su indefinición y su falta de compromiso en el desierto de la política, pero no era cómoda la inacción y nadie podrá decir que estuvieron “conformes”. Si Guy Debord se levantaba la cabeza, Kurt Cobain hacía lo propio sin esperar a ser un residuo. 
 
No tiene sentido hablar de Generación X (todo estaba ya roto o podrido) si no se especifica que las generaciones no se mueven según sus propios impulsos internos, sino contra ciertas tendencias. Y hoy, la Tendencia X señala abrumadoramente a la disolución entrópica del individuo en inmensas masas líquidas llamadas 'corrientes' y a su liquidación burocrática. [“De antemano”, en Amano # 0, octubre 1994].

Pero esa incógnita abierta, ese papel de enigma en la ecuación era lo que podía ser portador de profundas rupturas en el orden cultural. Nos dirigíamos a ellos, a “la generación más numerosa de la historia de España y la menos requerida en los circuitos de producción”, a esa masa de licenciados en paro forzados a tirar su formación y su talento en trabajos alienantes muy alejados de sus verdaderas capacidades, útiles tan sólo para sostener un sistema productivo cuya perversión estaban sobradamente preparados para descifrar.

Pero algo tendremos que hacer con esa energía por la que somos lo que somos, en una época que ya no cabría caracterizar por el fin de las ideologías, sino por el de todo tipo de ilusiones. Algo con aquello que aprendimos y merezca ser conservado y algo también con lo que no sabemos. Está cercano, se sospecha, el día en que el filósofo, el artista y el humanista en general tendrá que aprender a vivir y morir propia manu, como los viejos sabios y sofistas, fuera del circuito de la formación oficial, las becas y la empresa pública. Eso podría ser bueno, porque entonces hablará de cosas que puedan interesar a la gente; pero, bajo las actuales estructuras mercantiles de producción y circulación de signos culturales, podemos predecir que terminará hablando de lo que quiera la gente, como los artistas de masas. [mismo texto]

Una enorme fuerza de trabajo sin aplicación práctica se había constituido en las grietas de una universidad que no avanzaba al mismo ritmo que su tiempo, que se había atorado en su propio saber, dado que éste no podía ser sino crítico, y que ya no expendía prestigio ni calidad a través de sus títulos. Mientras el capitalismo en su fase terminal prescribía connivencia y olvido, las facultades de filosofía y de historia, antaño reservadas a la élite, difundían ahora entre la base social la memoria y la crítica, y no podían sino militar en una concepción del mundo que el sistema trataba de enterrar. Las actuales reformas educativas tratan ahora de reaccionar contra esa base: no se puede deshumanizar la producción sin deshumanizar el mundo. Mientras el espectáculo social evolucionaba hacia un modelo integrado, basado en la superproducción de simulacros para la falsa vida, el estudiante de arte, el depositario de la utopía estética, tomaba conciencia al final de su carrera de la imposibilidad de seguir ejerciendo su actividad dentro del marco habitual, sacudido por varios seísmos: la irrupción de las tecnologías, la democratización del sentido estético y la creatividad, la propia evolución del sistema artístico, eternamente enfrentado a su autodisolución.

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