martes, 19 de octubre de 2010

Tiempo de carnaval

por José Manuel Rojo
publicado en Maldeojo # 1 (2000)


* * *

Hay una pesadilla que ronda detrás de cada teoría revolucionaria y de cada acto que se pretende radical, que lo debilita e incluso a veces paraliza, y no sin razón. Es la ame­naza de la recuperación de las ideas y movimientos revolu­cionarios por parte del mismo poder que se quiere destruir. Conocemos las constantes históricas de esta recuperación, que se vienen repitiendo desde 1789. Se puede intentar com­prar a los líderes (autoproclamados o no) de la subversión, o mejor cooptarlos abriéndoles un hueco en la élite dominan­te, que además así se regenera. Esta técnica, grosera donde las haya, puede mejorarse asumiendo algunos aspectos del programa revolucionario adulterando o reprimiendo el resto, desactivando así su peligro; se conoce sin duda esa interac­ción siniestra entre el capitalismo y las fuerzas que sucesi­vamente lo han negado, de tal forma que las conquistas que le han sido arrancadas son digeridas y reconducidas hacia un nuevo fortalecimiento y modernización de su maquinaria. Finalmente, un procedimnto más lento y menos llamativo, pero más sutil y seguramente más eficaz: la asunción y glo­rificación del pensamiento y la vida de los principales teóri­cos y activistas del movimiento revolucionario, una vez que han muerto o han claudicado, y desde luego una vez que ha pasado el tiempo suficiente para que sean inofensivos. La reconversión de los viejos enemigos en estrellas de la indus­tria cultural no sólo da réditos políticos y económicos evi­dentes, sino que consagra al sistema con una oportuna páti­na de liberalismo y tolerancia.

La amenaza de la recuperación, siempre presente, se ha multiplicado en los últimos tiempos, de tal forma que parece que ya desde el principio, desde el primer momento en que la palabra sacrílega se pronuncia o el acto de rebelión se comete, ya están recuperados; como si todo aquello que se va a emprender contra el sistema ya se conociera y tuviera su respuesta, su antídoto. No cabe duda de que la publicidad, y los todopoderosos medios de comunicación con los que dispone, cumple un papel fundamental en esta recuperación contemporánea. Su propia desmesura, la concentración exa­gerada de capital y tecnología que la publicidad tiene a su disposición, así como el papel reconocido de apostolado reli­gioso del capitalismo (incluyendo estilos de vida y códigos morales de conducta), dan una dimensión aún más inquie­tante y ominosa, a su potencial recuperador, difuso, anóni­mo, invisible e implacable. (1)

Algunas técnicas publicitarias de recuperación son por supuesto obvias y pueden hacer sonreír; la utilización de ciertos movimientos sociales (hippies, punks, minorías étni­cas, homosexuales, feministas...) como protagonistas ama­bles o bufonescos de los anuncios, normalizándoles por la vía de la falsa complicidad o del ridículo real. 0 convirtién­dolos en rentables sectores de mercado a los que atraer (inte­gración mediante el consumo, único melting polt permitido). Se ha observado también cómo la publicidad utiliza ciertas técnicas o procedimientos usurpados directamente de movi­mientos artísticos o culturales revolucionarios: así, el colla­ge surrealista, o la detournament situacionista, copiados y vaciados de sentido hasta la exasperación, quedan integrados en el catálogo de las imágenes ya vistas, y quedan desacti­vadas como posibles armas de lucha.

Pero hay otros métodos recuperadores, más nuevos y peligrosos, que tal vez sería provechoso analizar, de una forma evidentemente provisional, precaria, sin ninguna intención de agotar un tema inagotable o de elegir los ejem­plos más idóneos. Se trata de una publicidad que se hace su propia autocrítica, que incorpora en el anuncio pequeñas (o grandes) dosis del análisis y de la denuncia de su misma ide­ología que proponen los movimientos radicales, configurán­dose así una especie de anticuerpo o vacuna que neutraliza ya de entrada la eficacia de la crítica de esos movimientos. Por otra parte, asistimos también a la recuperación de algu­nas de las demandas revolucionarias más atrevidas, que son apreciadas en su justa medida por el capital, y por lo tanto transformadas en nuevos productos y nuevas formas de pro­paganda por un sistema que parece capaz de deglutir todos los ataques y todas las reivindicaciones, tal vez porque ya no se hace ninguna ilusión sobre la bondad de su verdadera naturaleza. En ambos casos, el efecto buscado se combina con una estética no sólo bella o imaginativa sino también irónica, festiva, autocomplaciente y descarada, como cele­brando el hecho de que, en fin, el capitalismo es tan fuerte, tan sin enemigos aparentes, que se permite autoparodiarse y desvelar, sin tapujos ni hipocresía, sus mentiras y manipula­ciones. Hay un exhibicionismo impúdico, un cinismo brutal que es propio del que ha vencido y lo sabe. El capitalismo se puede permitir el lujo entonces de desnudarse él mismo ante nosotros, de reconocer que su traje es pura ilusión, que está desnudo, y esto con nuestros propios argumentos, que admi­te y hasta propaga con una alegría no sabemos si temeraria. El resultado es que demuestra su fuerza a la vez que inevita­blemente nos desarma. Hay un ejemplo que puede servir de introducción, relativamente nuevo pero ya canónico. El desarrollo de un tópico anuncio de automóviles es interrum­pido de repente, apareciendo un grupo de jóvenes que se entregan a un riguroso análisis de las trampas y estrategias del mercado: "Qué es lo que te gusta, el coche o el anun­cio'?".

Entrando más en detalle, se sabe por ejemplo que algunos movimientos, como el Surrealismo o la Internacional Situacionista, han llevado a cabo una crítica del lenguaje y del objeto que en general ha pasado desaper­cibida, o cuando menos incomprendida. Se considera así, desde Mallarmé, que el lenguaje ya no puede nombrar el mundo, que es ineficaz como medio de comunicación, ante todo porque ha sido reducido a unas dimensiones exclusi­vamente instrumentales en un mundo que está también cosi­ficado. De ahí la escritura automática, intento de ir hasta la fuente de un lenguaje en estado puro, o los experimentos dadás y letristas para construir otro completamente nuevo. En uno y otro caso, se trataba de que el ser humano sea capaz de pronunciar nuevas palabras, nuevos sentidos que tarde o temprano se harán realidad, y que serán la base de un nuevo diálogo. En el caso del objeto, también desde el Simbolismo se constata una "crisis del objeto", o de la relación del hom­bre con los objetos, los productos, las mercancías de la industrialización, que se reproducen hasta el infinito iguales a sí mismas hasta perder cualquier relación afectiva, imagi­naria o simbólica con su supuesto dueño, al que además se le imponen: son "apariencias de cosas, simulacros de vida", en palabras de Rilke. Pero no se puede afirmar que estas teorí­as hayan tenido un eco excesivo en su único destinatario posible, el movimiento obrero revolucionario. En general, han sido ignoradas, o entendidas como ideas absurdas, el¡­tistas, esotéricas o "artísticas". Sin embargo, la publicidad, máximo exponente de la devaluación del lenguaje y del objeto, las asume y utiliza, porque sabe que nacen de la experiencia de angustias reales, auténticas, de las que como de todo siempre se puede sacar partido. Así, en un anuncio de automóviles, el protagonista se ve incapaz de explicar con palabras qué es un automóvil, equiparándolo a lo no comu­nicable (el amor, la paternidad...), reconociendo como si fuera el mismísimo Lord Chandos de Hoffmansthal que el lenguaje fracasa ante las experiencias inefables. Pero otro anuncio va más lejos: todo es en realidad explicable, la esen­cia del coche, no. En cuanto al objeto, la publicidad nos des­cubría que los artilugios del consumo nos son hostiles, y que necesitábamos "objetos que nos amen", humanizados... como un televisor.

Hay sin duda ejemplos mucho más concretos. Es casi un tópico hablar de la emancipación de la economía, que no responde ya a las necesidades de una población que por otra parte nunca ha tenido ninguna capacidad de control o deci­sión sobre el desarrollo de la misma. Para qué insistir, si una campaña publicitaria de una caja de ahorros presentaba a unos clientes que no sabían que su dinero se estaba utilizan­do en unas supuestas "obras filantrópicas", a su espalda, sin su consentimiento, tráfico financiero del que encima estaban obligados a sentirse orgullosos. Así se reconoce y se exalta con desfachatez la ignorancia y la impotencia del ciudadano empequeñecido y aislado ante los movimientos incompren­sibles de una economía que tiene unas dimensiones y una lógica sobrehumanas. Un cinismo parecido nos aturde en un anuncio más reciente, que admite que de lo que se trata es de engañar al consumidor, y sobre todo al joven: "venderle la moto", Y lo proclaman con un estilo agresivo, provocador, como guiñando el ojo a ese sector de mercado al que se quie­re hacer cómplice de su propia esclavitud. Ya no se sabe muy bien qué decir entonces contra el consumismo, si la denun­cia de sus estratagemas es utilizada a su favor, como una nueva mercadotecnia.

Este proceso de desnaturalización ha contaminado también a otros puntos fuertes de la crítica revolucionaria, que ve así cómo se emplean sus propias armas contra sí misma. Por ejemplo, se ha insistido hasta la saciedad en la producción espectacular de falsas polémicas entre alternati­vas perfectamente intercambiables, que justificarían tanto el juego aparentemente democrático como la organización del consumo y la soberanía del consumidor. Vaneigem podía desvelarnos (como quien desvela y profana el tabernáculo sagrado) que "el poder presiona a cada uno para que esté a favor o en contra de B.B., la noveau roman, el 2CV, los spaghetti, el mescal, las faldas cortas, la ONU, las antiguas civilizaciones, la nacionalización, la guerra termonuclear, y el autostop"; pues bien , hoy tenemos un anuncio que se hace cargo de tan demoledor ataque, y lo utiliza para hacer una parodia tanto de la rivalidad espectacular como de su crítica, a la que deja herida de muerte, reducida al absurdo por el procedimiento de la saturación y de la redundancia. El spot presenta dos sabores de la misma marca de refrescos, naran­ja y limón, ante los que la población se divide al 50%, en bandos irreconciliables, puesto hay que tomar partido por uno de ellos so pena de verse marginado por la humanidad entera ("¿Y tú de quien eres?". De mi amo, claro...). Esta "caricatura de los antagonismos" es eso, caricatura: la muchedumbre enfervorecida reacciona cual perro de Pavlov al cambio de un semáforo, aplaudiendo su "sabor favorito". En la misma línea, el personaje de otro anuncio, especial­mente imbécil, vive inmerso en una eterna duda que le impi­de tomar la más mínima decisión. Consciente de su debili­dad mental, una voz en off le tranquiliza (nos tranquiliza) recordándole que "tiene tiempo" para elegir. Aquí, la paro­dia de la falsa elección llega a su cima, ya que los dilemas que atormentan al protagonista llegan, premeditadamente sin duda, hasta el ridículo más bochornoso: elegir entre carne y pescado, entre dos corbatas, entre dos pares de zapa­tos, entre... ¿Se trataría entonces de una infiltración situacio­nista, de una trampa de Luther Blisset, de una conspiración de radicales que denuncian los códigos estéticos e ideológi­cos del enemigo? No, es otro anuncio de automóviles.

En relación estrecha con el debate de las polémicas falsas, se extiende el problema más general de la partici­pación, del déficit de participación real de los hombres y mujeres en todos los órdenes de la realidad, y de la negación del libre diálogo social que lo haría posible. Como conse­cuencia lógica, vivimos dominados por la ideología de la falsa participación, que se hace cada vez más fuerte con las nuevas tecnologías. No hay ejemplo mejor que un recientí­simo anuncio de teléfonos, que perpetra la crítica rigurosa de la falta de participación y la superación de la misma mediante la exaltación de la participación falsa del consumo. Ante un auditorio mudo y sumiso, un personaje que repre­senta la autoridad (anciano, varón, blanco, vestido como un gran burgués) ejecuta un discurso ininteligible de tintes hitlerianos, hasta que un "rebelde" joven, amable, vestido de forma desenfadada) le desafía y ofrece a la masa el nuevo fuego de los dioses: infinidad de teléfonos para que, por una vez, no sólo escuchemos sino que también "tomemos la palabra". Para qué y de qué cosas vamos a hablar, y con qué consecuencias prácticas, eso ya no nos lo dicen, quizás por­que el verdadero vacío no resulta telegénico.

Pero no basta con la tergiversación de las teorías de aquellos que impugnan el orden dominante. ¿Por qué no ir un poco más lejos, apropiándose no sólo de su pensamiento sino de sus propias acciones, y mejor aún, convertirlos en fantoches guiñolescos de la publicidad que tanto odian y combaten? La campaña (muy ingeniosa por cierto) de una marca de todoterrenos explora las posibilidades de este terri­torio, todavía virgen. Primero, contemplamos un mundo dominado por la mercancía, pesadillesco, en el que "todos" tendrán el mismo modelo de coche, circulando como zom­bies por una naturaleza devastada, propia de una película de Mad Max: es decir, el diagnóstico exacto que los grupos revolucionarios hacen de la realidad social, y sobre todo de su futuro. Y ahí tenemos a los revolucionarios, en el propio anuncio, presentados como obsesos recalcitrantes, viviendo en la clandestinidad del underground como desdichados oku­pas olvidados por todos, convertidos en despojos humanos, tarados, deformes, posesos e iluminados que se resisten patéticamente, y sin ninguna posibilidad por supuesto, a la marcha invencible del Progreso. En uno de los spots, esta curiosa parada de los monstruos antagonistas secuestra, pre­cisamente, a los otros personajes de la misma campaña publicitaria, ¡incluso de otras diferentes! Ejercicio autore­ferencial (y por lo tanto artístico) que pone en evidencia el alto nivel de reflexión de los creadores del anuncio, que no ignoran que la crítica que se pretende esterilizar se ejerce a la vez contra la mercancía y contra la publicidad fetichista de esa mercancía. No hace falta insistir por otro lado en que la comicidad ridícula de los "rebeldes" bebe de una fuente emponzoñada: la película Acción Mutante, todo un manual de confusionismo y de creación de estereotipos risibles e inofensivos.

Si pasamos de la astracanada a la tragedia, nos encon­traremos con un modelo de manipulación más serio, y tal vez más peligroso. Un anuncio de teléfonos nos mostraba a un simpático caradura que se paseaba por un supermercado, probando los productos, coqueteando las mercancías, curio­seando todo lo que encontraba a su paso, sin pagar ni com­prar nada, abandonándolo desdeñoso como un aristócrata en un festín cortesano o un buen salvaje en un potlach. La excu­sa de tan extraño comportamiento es algo con lo que todos estaríamos de acuerdo: antes de comprar, se debería tener permiso de probar la calidad del producto. Pero este argu­mento banal tiene una cara oscura que posiblemente pase desapercibida a muchos: lo que aquí se representa no es sino una táctica que estan ensayando los grupos radicales, es decir, el saqueo de supermercados como acción simbólica contra la pervivencia injustificable de la idea de la propiedad privada, que condena al hambre y a la dependencia del tra­bajo a la mayoría de las personas, etc. Pero la eficacia de esta acción queda en entredicho desde que es simulada en un anuncio. La próxima vez que se lleve a cabo, quedará irre­mediablemente devaluada entre aquellos que la presencien (y a los que se supone que va dirigida) por el recuerdo del spot. Así, la publicidad se asegura tanto una idea original, nueva, que atraerá a los espectadores, como la neutralización del acto y del significado reales que están tras esa idea y que la justifican en su peligrosidad.

Por último y como resumen, podríamos observar cómo el núcleo principal del análisis revolucionario más acertado, la transformación de la vida en una supervivencia en la que las experiencias y las pasiones reales son reducidas a simulacros, se ve también asumido y sometido por la publicidad. Y no podía ser de otra forma, en cuanto que supone la crítica principal, la impugnación a la totalidad del sistema de dominación, y el rechazo primero y espontáneo a la manifestación más sensible y cotidiana de ese dominio. Y así vemos cómo proliferan los anuncios que de una u otra forma se refieren a la crisis de la supervivencia, que no la discuten, que la aceptan como parte constitutiva del sistema, normalizándola en fin, haciéndola más familiar, más sopor­table que si se intentara ocultar o disfrazar su existencia. Los ejemplos abundan. Un anuncio de consolas presentaba a personas de diferente condición, edad, sexo, raza, que desfi­laban en poses heroicas proclamando que ellos "sí podían decir que han vivido"...por poderes, gracias al juego de orde­nador. Despues de esto, ¿cómo hacer una crítica efectiva del espectáculo y de la vida delegada? Pero la misma marca ha puesto en circulación otro spot, muy hermoso y muy triste, en el que insiste sobre la misma idea. Una joven de rasgos orientales se queja de la pasividad a la que durante toda su (corta) vida ha estado sometida. Para ella, todos los logros de la Humanidad (subir montañas, llegar a la Luna...) no sig­nifican nada si no puede experimentarlos directamente, si sólo accede a ellos como espectáculos destinados a sobreco­gerla, y por lo tanto a anularla. "¿Y qué me importa, si yo no he salido de mi barrio?"; tras su protesta clarividente, late la necesidad de una vida apasionante que supere el aburri­miento y la pasividad. Al final, la joven presume de haber encontrado la llave que abrirá su prisión: nada menos que la "riqueza mental". Que esta conmovedora heroína sea una mera imagen de ordenador, y que la salida a la pasividad sea entregarse a una pasividad aún mayor y definitiva (los vide­ojuegos como simulacro de las vivencias que nos están vedadas, desde ahora y para siempre), no sólo es atroz, sino que tiñe el anuncio de una involuntaria poesía, de una belle­za melancólica y crepuscular.

Claro que también se pueden invertir los términos para llegar a un fin equivalente. No, los actos de placer y entusiasmo de la vida real no se encuentran en la televisión ni en los juegos de ordenador: están "ahí fuera", mientras que, como se burla un anuncio reciente, aquellos que se resignan a permanecer sentados en el plató de sus casas cableadas, atentos al espectáculo, momificados con un lien­zo de bandas anchas, se conforman tan sólo con su aburrido reflejo ("sabes lo que otros hacen mientras que tú ves la televisión? Vivir"). Pero semejante tesis debería ser (ha sido, es) una consigna revolucionaria, no una ocurrencia de la publicidad, que se vería condenada a la ruina (y con ella todo lo demás) desde el instante en que la población se tomara al pie de la letra tan perturbadora invitación. He aquí las ventajas de la medicina preventiva, aplicada al campo de la lucha social: la administración cuidadosa en el circuito ideológico del sistema de pequeñas dosis del veneno del enemigo, de tal forma que se comporten como vacunas que hagan inocuas las infecciones futuras. No le matamos pero le hacemos más fuerte...

Pero el escarnio se prolonga mucho más allá de la realidad o no realidad de nuestras experiencias. Es la vida entera en su totalidad la que no nos pertenece, como se encargan de recordarnos los insidiosos anuncios de una lote­ría, que invitan al ciudadano a que "se gane una vida" pues­to que, efectivamente, lo que tiene ahora no lo es. Que el tra­bajo asalariado (y la existencia del mismo trabajo), que la falta de participación y la apatía organizada nos condenen a la supervivencia y nos prohíban el acceso a una vida digna de ser vivida, eso ya se ha dicho y es moneda corriente entre los movimientos revolucionarios desde los milenaristas de la Edad Media, si no antes; ya es más original que sea la publi­cidad, altiva y despreocupada, la que nos aclare uno de los subterfugios más decisivos del orden social y de sí misma. "Sé tú mismo, tú mismo", porque ahora no lo eres, sólo un rol que aceptar como trabajador y que adquirir como consu­midor. Y no será una casualidad que la protagonista de uno de los anuncios sea una conocida actriz, una artista, profe­sión que se asocia inmediatamente en el imaginario colecti­vo al disfrute de un estilo de vida puede que inseguro o mar­ginal, pero sin duda libre, original y emocionante. Y es toda­vía menos casual que se haya elegido a esa actriz, Nawja Nimri, prototipo de la vedette extravagante, fuera de la norma y de los convencionalismos, tanto por los papeles de sus películas como por su cuidada imagen pública. Su com­portamiento es justo lo contrario que el del ciudadano ven­cido: el rostro de la libertad se parece a ella en muchos sue­ños. Porque es verdad que no estamos vivos, que la verda­dera vida está ausente, evidencia desgarradora que de nin­guna manera indigna o preocupa a la ideología dominante, ansiosa por reconocer sus fallas para integrarlas como atrac­ciones en el sinuoso decorado del gran parte temático donde se representa la supervivencia aceptada y asumida como tal, pues todo tiene que tener y cumplir un papel, incluso la miseria que ya no hace falta esconder. No puede extrañar ya entonces que un portal de Internet se anuncie como "el lugar donde vas a poder ser". Promesa embriagadora que proclama el renacimiento del "verdadero yo" (sea eso lo que sea), trampa inevitable de una nueva frustración, no sólo porque ­ese supuesto despliegue de la auténtica personalidad sea vir­tual, sino porque lo que se exhibe en Internet tiene muy poca relación con las inquietudes, esperanzas y deseos verdaderos de la persona, sublimadas y suplantadas por medio de una ficción consoladora, como oportunamente sugieren los anuncios citados, en los que se presentan fantoches lamen­tables que dicen ser lo que no son. Estos mentirosos com­pulsivos han saltado de la pantalla de la televisión a las vallas publicitarias de calles y cunetas, como heraldos de una invasión extraterrestre, para confirmarnos que todo tiempo es ya el tiempo del Carnaval. Porque la operación de vaciamiento de las reivindicaciones más extremas del movi­miento revolucionario (la participación, la comunicación, la cooperación, el juego, la vida apasionante) no se detiene en la publicidad, en el campo de las ideas, sino que se extiende a la misma realidad social, a los nuevos métodos de explo­tación y dominación, donde encontramos su rastro difumi­nado, genéticamente alterado, como oportunos injertos que rejuvenecen el viejo tronco del árbol cuyo peso nos oprime. Hay entonces un movimiento que va de la publicidad al orden social por el que ésta acompaña, prepara y acostumbra a la población a la nueva gestión e intimidación econó­mica, de tal forma que carece de sentido preguntarse qué fenómeno se da en primer lugar, si la integración y desnatu­ralización de las ideas revolucionarias mediante la degluti­ción publicitaria, o la aplicación en la realidad de la parte más conveniente y menos peligrosa (y que mejor se adapta a los cambios tecnológicos) de las mismas.

¿Entonces no hay nada que decir? ¿Es mejor quizás permanecer en silencio, no materializar el pensamiento y la crítica, para evitar que se vea recuperada? Se ha dicho ya que lo único que consiguen los que luchan contra el sistema es perfeccionar el mecanismo de su propia dominación. Sin ir tan lejos, deberemos ser aun más conscientes del peligro de la recuperación. Lo primero que debería llamar nuestra atención es por qué son tan fácilmente recuperables unas ideas que, al fin y al cabo, se pretenden revolucionarias; o no lo son tanto, o el sistema es indestructible porque ha lle­gado a un grado tal de ductilidad que no ofrece una estruc­tura a la que atacar, como un monstruo de ciencia ficción, una Cosa, una masa de gelatina inteligente que todo lo devo­ra y que no se puede romper porque carece de eslabones fuertes sobre los que golpear. Pero entonces se convierte en una atmósfera omnipresente que tal vez llegue a hacerse irrespirable, de tal forma que la posibilidad de su desapari­ción se afirme por sí misma como algo urgente, como una necesidad ecológica que no tiene otra alternativa que la muerte de la especie. Y que no admite ninguna negociación más, ninguna transacción o reforma que dilate su final, por­que su mera existencia es ya para todos insoportable. Ya no tendrá nada que recuperar porque todo lo que toque, todo lo que provenga de sus manos de nuevo Rey Midas será abo­rrecido, maldito, contaminado. Por supuesto que no nos encontramos todavía en este estadio; puede que nunca lle­guemos a él, que nos engañemos de nuevo con una falsa esperanza. Pero hay atisbos, señales de una próxima satura­ción. Algunos anuncios son tan descarados, tan excesivos, que empiezan a provocar sobresaltos y movimientos reflejos defensivos en la sociedad anestesiada. Parece como si las viejas maldiciones pudieran todavía cumplirse; en su soberbia, en su apoteosis triunfal que le permite quitarse todas las máscaras y disfraces, quizás el capitalismo se ciegue y corra hacia su perdición, empujado tal vez por la ausencia de los dioses que ha matado y a los que ya no teme. Así, las pro­testas (todavía aisladas, separadas, incongruentes) contra ese anuncio que propone "vender a la madre" para poder comprar un coche, o contra aquel otro que muestra la subas­ta cruel que emprenden unos bomberos para vender al mejor postor la salvación a los desesperados inquilinos de una casa devorada por el fuego, ejemplos de la reducción del ser humano a mera mercancía, y como consecuencia, la des­trucción de cualquier vínculo o solidaridad comunitaria. Las reacciones a estos anuncios son todavía ingenuas (hemos podido leer en los periódicos protestas contra "la minusva­loración de la mujer" o "el desprestigio del esforzado cuer­po de bomberos"), pero denotan un estado de malestar, de cansancio, de agotamiento ante la intrusión de la economía en todos y cada uno de los ámbitos de la vida, de insatisfac­ción en suma, semilla de conflicto y germen de contestación en potencia. Sería muy conveniente y provechoso contribuir a que el desengaño se hiciese contagioso, para lo que en rea­lidad no se necesita ninguna crítica exhaustiva, formalizada, sobre esto o aquello, que corra peligro de ser recuperada; esta actividad, seguramente mediocre y deprimente pero necesaria, es también la única que tal vez esté hoy al alcan­ce de nuestras manos.


NOTAS

(1) Seguramente no es indispensable perder mucho tiem­po en recordar los métodos y técnicas utilizadas por la publicidad (y la ideología capitalista en general) para estar al día y bien infor­mada de las tendencias y debates de los grupos radicales. Aunque Courtney Love no sea quizás una autoridad en la materia del todo fiable, no se equivoca cuando observa que "Nike tiene cámaras de vídeo en los rave clubs, espían a los chicos y anotan todo lo que hacen, pueden meterse en el East Village y entrar a dos lesbianas, preguntarles ¿cual es vuestro grupo favorito, Propellerheads o Pussy Galore? ¿Qué drogas usáis? Heroína, éxtasis. Al final toda la información va a parar a Nike y maquinan cómo vendémoslo luego a nosotros" (
Mondo Sonoro nº 44, 1998). Y no sólo preguntan lo que les gusta, sino más aún lo que odian. No vale la pena detener­se tampoco en el conocido caso de los antiguos "activistas", hoy arribistas, que proporcionan al sistema toda su experiencia y todo su conocimiento de las teorías y formas de lucha de los movimien­tos revolucionarios. Ex-surrealistas, prositus... ponen al servicio del poder todo aquello que han aprendido y que, desafortunada­mente, ya nunca olvidarán. Sí se ha perdido en cambio, y es gran desgracia, el recuerdo de ciertas medidas de disciplina y de auto­protección contra los traidores, drásticas pero certeras. Los nihilis­tas rusos, por ejemplo...

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