La realización del arte en sentido situacionista
por Luis Navarro
Dada la situación: lo que conocemos como arte -hablamos por el momento de desarrollos significativos y de contextos sancionados- no ha representado en nuestro siglo otra cosa que la descomposición del modo de vida noroccidental. Cuando ha sido honesto ha podido representar además la suya propia, y ni siquiera en esto logra ya decir nada nuevo. Hemos sacado el arte del museo, lo hemos enfrentado a la tecnología, que es su ruina, hemos introducido en él residuos, mercancías, bombas. Nada ha servido para sacarlo de sí mismo. Continúa la perplejidad. Y lo que es peor: investida de fascinación o de cinismo. ¿Es un puto consuelo? ¿O contiene una promesa? Los especialistas del género hacen girar todo sobre su propio eje: el consuelo es la promesa y la promesa es el consuelo, arte es crítica es arte.
Muchos críticos de arte y otros artistas no ocultan ya la incomodidad que les supone fundamentar una práctica que no admite reglas ni categorizaciones, pues tampoco han sabido asimilar y dar sentido a aquellos desarrollos de la misma que apostaban por su disolución en prácticas colectivas y apropiacionistas en las que se expresa el lado afirmativo de este proceso de descomposición. Éste ha sido el sentido político no realizado de las vanguardias y hacia él apunta su desarrollo dialéctico: el dadaísmo quiso (un grito) afirmar la vida contra el arte; el surrealismo lo hizo a partir de él (un sollozo). La posición elaborada posteriormente por los situacionistas propugnaba sencillamente que el arte nunca hubiera debido ser algo para sí mismo y que era necesario por encima de todo que todo el mundo pudiese hablar.
[1] El objetivo de esta «vanguardia de la descomposición» era la afirmación vital de la experiencia más allá del culto fetichista a la obra de arte. En los casos más coherentes el esfuerzo aplicado a este objetivo asumía tres desplazamientos fundamentales con respecto al ordenamiento tradicional de la experiencia estética: a) el sentido ya no tenía lugar en la obra única y acabada, porque b) no se actualizaba sino en la recepción ni podía completarse sin ella, y, en consecuencia, c) el papel del artista quedaba reducido al ser «la oportunidad del sentido» y no su dios. En sus formulaciones más radicales este programa apostaba por el rechazo de toda especialización en el ámbito de la producción estética, la desprofesionalización del artista y la afirmación de que la potencia creadora reside en todo ser humano y debe ser realizada. Todo desarrollo posterior a las primeras vanguardias tiende a producir desplazamientos y adaptaciones sobre estos tres vértices, y en muchos casos se resuelve en una nueva práctica nacida de las cenizas del viejo arte.
La práctica que los situacionistas opusieron en un principio a la producción de obras más o menos «rompedoras» o «experimentales» para el circuito oficial de las artes era la creación de situaciones, es decir, «la construcción concreta de ambientes momentáneos de la vida y su transformación en una calidad pasional superior». El medio a través del cual pretendían lograr este objetivo era el urbanismo unitario, concebido como la aplicación de todos los recursos estéticos y tecnológicos heredados en la construcción de entornos humanos y la indagación de nuevos comportamientos afectivos ligados a esos entornos mediante actividades como la deriva (tránsito a través de ambientes urbanos diversos) y la psicogeografía (estudio de la influencia de esos entornos cuando son dados o producidos experimentalmente en el comportamiento afectivo de los individuos) (1).
Un proyecto de semejante envergadura sólo podía ser enfrentado mediante una concentración de medios que, como en el caso del cine (la explotación espectacular de la superación de la obra de arte estática), sólo está al alcance del orden capitalista. Las necesidades del sistema productivo generan entornos cada vez más funcionales y cerrados, extremando la tendencia opuesta: se reserva la mayor parte del espacio para el tráfico rodado, mientras se recluye a los individuos, a los que se ha expropiado de sus lugares de tránsito y de encuentro, en cubículos aislados que se amontonan en guetos clasificados o se irradian hacia una periferia olvidada e insalubre, cubículos en los que se despliega, uno a uno y todos a la vez, el mismo programa de condicionamiento a través de las diferentes cadenas y redes que invaden el espacio privado. Si en 1960 el programa del urbanismo unitario ya mostraba perfiles de utopía arquitectónica, desde entonces esta tendencia no ha hecho sino consolidarse y extremar las condiciones de separación: entre el individuo y su entorno, entre el presente y la historia y entre los individuos mismos.
En tales condiciones, los situacionistas no podían desarrollar sino una actividad mínima, restringida a entornos muy pequeños o a producciones modélicas que responderían más bien a una idea de «parque temático» que ha resultado ser una de las expresiones consumadas del capitalismo espectacular. Pero no llevar a la práctica estas propuestas dejaba a la Internacional Situacionista sin nada que hacer, salvo resignarse a haber supuesto una mera posibilidad frustrada o buscar su realización en otro lugar. Esta paradoja, denunciada por Constant desde la misma fundación de la Internacional Situacionista, fue la que suscitó los problemas de definición que derivaron en las agrias discusiones y exclusiones que jalonaron la trayectoria de la Internacional Situacionista, hasta que en 1961 ésta decidió calificar de antisituacionistas a aquellas realizaciones de sus miembros llevadas a cabo en ausencia de las condiciones situacionistas de creación: «El situacionismo no existe, ni la obra de arte situacionista ni ningún otro tipo de espectáculo situacionista. De una vez por todas» (2).
[2] Por sí sola, la desposesión de los medios materiales para intervenir en la construcción de entornos habitables explica el abandono progresivo del proyecto de urbanismo unitario, pero no el radicalismo y la inflexibilidad de la Internacional Situacionista con respecto a la práctica artística de sus miembros. Existe un factor determinante ligado a las nuevas condiciones impuestas por el uso creciente de los medios de comunicación de masas y a la critica de los nuevos modos de relación establecidos por ellos, que adquirió en lo sucesivo un papel central en la teoría: se trata del miedo a la recuperación de la actividad de sus miembros, a su integración en la industria del espectáculo que hubiera convertido su práctica subversiva en un motivo más de la sobrecargada escena artística, (3) procesándola y disolviéndola como había hecho con el surrealismo, cuya «amarga victoria» denunciaron desde su fundación. Uno de los aspectos más importantes de la crítica situacionista reside sin duda en haber definido el nuevo tipo de alienación que impone el tardocapitalismo a través del consumo cultural de imágenes y en haber descrito la enorme capacidad de asimilación y de mistificación que posee el lenguaje abstracto de la mercancía, capaz de transformar en beneficio (propio) cualquier innovación o «exceso de sentido» y de neutralizar toda inquietud social produciendo modelos de identificación para el consumo. A la imposición de un sentido único que imagina la identidad de la obra sobreviviendo a su historicidad como un valor eterno, la producción abundante de mercancías culturales opone la novedad diferencial, por banal o absurda que sea, diluida en un tráfico difuso donde «cada mercancía se justifica por separado en nombre de la grandeza de la producción total de objetos, de la que el espectáculo es el catálogo apologético» (4); de forma que el propio «concepto crítico de espectáculo puede ser también vulgarizado en cualquier fórmula vacía de la retórica sociológico-política para explicar y denunciar todo abstractamente y así servir a la defensa del sistema espectacular» (5).
Se ha criticado este fundamentalismo iconoclasta que asumió la Internacional Situacionista, una vez superado su período heroico, por su «cortedad de miras» y como resultado de las maniobras de un sector de la organización para imponer sus tesis y su línea directiva. Es posible que Debord se tomase a sí mismo y al dadaísmo demasiado ingenuamente en serio cuando se trataba de producir gestos absolutos (obras de arte) capaces de cerrar procesos y abrir mundos, pero en realidad no se trataba tanto de mantener y confirmar a toda costa la afirmación debordiana de los orígenes acerca de la «superación del arte» como de una serie de decisiones tácticas tomadas en función de un determinado contexto actualizador.
La nueva sociedad de masas y de consumo, cada vez más fuertemente mediatizada, imponía este contexto y abría también un nuevo campo de acción donde todavía quedaba mucho por destruir y donde las viejas herramientas de desviación habian quedado anticuadas: con el paso progresivo, en las sociedades modernas, de los modelos concentrados a los dispositivos difusos de imposición de sentido la esfera de influencia de las artes se ha disuelto en la llamada cultura de masas, donde halla una realización inversa en forma de publicidad y entretenimiento y nuevas aplicaciones como tecnología de la conducta. Ningún desarrollo formal en el ámbito artístico escapa al registro espectacular ni a su aplicación mercantil: la producción deliberada de alienación desarrolla desde hace tiempo líneas de investigación autónomas en ese terreno. Ningún contenido de negatividad sustraído a la realidad «real» perturba la indiferencia con que el cuerpo social procesa esas imágenes. Así como la brecha abierta por el desarrollo tecnológico desencadenado entre la acumulación de recursos y su aplicación liberada al conjunto social constituía para Benjamin la amenaza efectiva de la guerra, aquí la inflación de imágenes que los nuevos medios de reproducción permiten e imponen, no hallando una aplicación (actualizadora en un sentido) situacionista, desemboca en la producción técnica de condicionamiento. En vez de incorporar la tecnología en el sentido de sus deseos, el cuerpo social salta en pedazos.
[3] En todo caso no pueden entenderse la trayectoria y el proyecto de la Internacional Situacionista si no es atendiendo a las pretensiones artísticas que ya hay en su origen. En el sentido que los situacionistas daban al concepto desde un primer momento, toda realización revolucionaria en nuestro siglo debía responder de hecho al paradigma de la «realización del arte»; no ya porque, como pretendian los surrealistas, el arte contuviese una carga utópica que habría que socializar, ni porque hubiese de hacerse innecesario con el advenimiento de la sociedad de iguales como interpretaban ciertas corrientes del marxismo, sino sobre todo porque, entre tradicionalismo agotado y modernidad inconclusa, el proceso revolucionario carece de modelos fijos de aplicación y exige de los individuos socialmente organizados una autonomía que en sí misma supone disposición y capacidad creadora. Como señalan Clarck y Nicholson-Smith [6] al valorar su experiencia en la Internacional Situacionista, «fue la cuestión "artística", para decirlo crudamente -la presión continuada sobre la cuestión de las formas representacionales en política y vida cotidiana, y la negativa a cancelar la cuestión abierta entre representación y apropiación-, la que hizo que su política fuese un arma mortal en algún momento». El proyecto de la Internacional Situacionista no se agotaba por tanto ni en su propia afirmación imposible ni en la pura negación del orden cultural existente -ni en su faceta «artística» ni en su dimensión «política»-, sino que extraía su fuerza de la reintegración de ambas esferas, fuesen cuales fuesen su alcance y sus medios.
En el tremendo elogio de sí mismo que publica al final de su vida, Debord declara: “Al fin y al cabo era la poesía moderna, de los últimos cien años, lo que nos habla llevado allí. Éramos unos cuantos los que pensábamos que había que ejecutar su programa en realidad; y no hacer, en cualquier caso, ninguna otra cosa más”. Pero no es sólo como marco de inspiración o como programa, seguramente amañado desde su origen, como la poesía pudo servir a los propósitos de la Internacional Situacionista, sino también como una herramienta política fundamental de la que se sirvieron para extender el desorden. Esta aplicación era muy consciente por parte de Debord, que confiesa a continuación: «A veces ha causado asombro [...] descubrir la atmósfera de odio y maledicencia que me ha rodeado constantemente y, en la medida de lo posible, me ha disimulado. Algunos piensan que es debido a la grave responsabilidad que a menudo se me ha atribuido en los orígenes, o incluso en el mando, de la revuelta de mayo de 1968. Más bien creo que lo que de una manera duradera no ha gustado de mí fue lo que hice en 1952» [7]. Lo que Debord hizo en esa fecha, bastante antes de que la Internacional Situacionista se constituyese, fue una «película» titulada Hurlements en favour de Sade, que se presentaba como la clausura de la última de las artes que había entrado en escena, y por tanto fin del arte moderno, y que era de hecho la construcción de una situación real a partir de una crítica en actos de la penetración y la aplicación del cine en la vida cotidiana. [8]
Resulta inquietante ver cómo la descomposición no ha dejado de intensificarse desde entonces y cómo la expresión de esto ha quedado hasta tal punto desarmada. Nada ha ocurrido en la esfera de las artes separada desde el segundo asalto al sistema dominante de valores que supuso la maniobra situacionista de superación del arte, ni podría buscarse ya esa emergencia dentro de los salones [9]. Por el contrario, hoy cabe hablar incluso de la generalización de «signos de descomposición de las artes» en la propia cultura de masas; y si estos fenómenos se agotasen en sí mismos tendríamos todavía que inquietarnos por el reflejo creciente que esta crisis de la representación está alcanzando en el de la participación política, sobre todo entre quienes peor han sabido corresponder a su papel. Pues a poco que indagásemos en ella veríamos que no se deriva tanto de un desgaste objetivo del signo debido a su uso desmesurado y gratuito como de una crisis de los marcos de relación. Por eso, resultaría más inquietante sin duda ver efectivamente realizado este sueño de participación creadora en la comunicación efectiva de los individuos. En la recuperación del sentido del juego como actividad no alienada, donde ningún tipo de «competencia» establezca jerarquías ni intereses mezquinos. En la experimentación por parte de grupos humanos de otros paradigmas realizativos de espaldas a los estereotipos del espectáculo: en la ocupación, pero no como una tendencia estética o como una forma de habitar nomádicamente las grietas, sino como reclamación transversal de todos los aspectos que definen nuestra existencia y como apropiación por el uso de todas las estructuras existentes; y en la acción, pero no entendida como un género excéntrico y generalmente hermético de representación artística ni como el valor atélico y abstracto que dicta la publicidad de refrescos, sino como intervención inteligente «en roblones y junturas ocultas que es preciso conocer» (Benjamin); en la recomposición, en definitiva, de un movimiento que en la relectura actualizada del viejo arte moderno supiese extraer su propia autonomía.
Esto significaría que existe una base firme para salir del subsuelo, hacia donde todos miran en tiempos de inquietud, y emprender el tercer asalto al sistema de valores dominante, la realización y la supresión de la política, armados con los errores del pasado. Del mismo modo que nadie se salva solo ni en las torres de marfil ni en los sótanos de bohemia, la «superación de arte» no puede ser producto de gestos aislados y de decisiones de un sólo individuo. Este relato no lo escriben los dioses ni los autores, lo liberan desde dentro sus protagonistas, y está hecho de ensayo y error, de emergencias e interrupciones, de oportunidades.
NOTAS
(1) Esta definición, que sirvió como punto de partida en los debates posteriores, se basa en los 11 puntos de la «Declaración de Amsterdam» (Constant-Debord, Internationale Situationniste, # 2).
(2) “La Quinta Conferencia de la Internacional Situacionista en Góteborg”, Internationale Situationniste, # 7, abril, 1962.
(3) «No quiero decir que haya que dejar de pintar, de escribir, etc. No quiero decir que eso no tenga valor. Ni que podamos continuar existiendo sin hacerlo. Pero sabemos que la sociedad invadirá todo eso para utilizarlo contra nosotros.» (Attila Kotányi, intervención en la «Quinta Conferencia de la Internacional Situacionista en Góteborg»).
(4) La sociedad del espectáculo, tesis 65.
(5) Id., tesis 203.
(6) T.J. Clarck & Donald Nicholson-Smith, “Why Art Can't Kill Situationist International?”, October, # 79, 1997.
(7) Guy Debord (1993), Panegírico, I (Acuarela Libros, Madrid, 1999).
(8) El texto de la banda sonora en castellano de José Antonio Sarmiento Aullidos por Sade puede hallarse en Banda Aparte # 14-15. En este mismo número, se encuentra una aproximación al sentido de esta película en la filmografía de Debord y en la historia del cine: Luis Navarro, «Recuperación de la aventura».
(9) En la última feria de Arco (febrero, 1999), 12 personas con máscaras del múltiplo Luther Blissett interrumpieron la recepción mediática a la infanta Cristina para leer una convocatoria de huelga de arte para los años 2000-01, captando en pocos segundos la atención de los visitantes y de los medios presentes. Al día siguiente el diario El Mundo titulaba su información: «Arco se inaugura sin muestras de rebeldía», y como todos los demás diarios desplegaba su dossier (“Oh La La”) lleno de las habituales reseñas escritas un día antes de la inauguración.
[Publicado en 1999 en la revista Archipiélago, # 39].
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