martes, 6 de abril de 2010

Colmillo de Amaru

Un relato de Luis Ruid


En los Comentarios Reales del Inca Garcilaso se informa de la singular ley sucesoria de los príncipes del An­tiguo Imperio: el hijo hereda el título de Inca de su padre, y sólo puede casarse con su hermana, a menos que ésta no exista. Es ésta una de las escasas excepciones al repudio general del incesto que impera en todos los pueblos. Algo más extendida está la costumbre de ejecutar a la reina cuando el rey expira. En ciertas regiones de la India las viudas se arrojan a las llamas incluso entre quienes no ostentan alto rango. Las criaturas que pueblan esta crónica son fantasmas de una Historia Paralela. Las palabras de la protagonista "Pues aunque esta historia ignora la llegada de los españoles al mando de aquel adulte­rado Viracocha bajito y centauro...", nos hacen sospechar que incluso son conscientes de ello.

* * *

Trae el espejo, Ancha Mama, que no recuerdo mi rostro, y peina mi cabello mientras yo te contemplo por úl­tima vez en el fondo del reflejo, como un espectro afable. Por fin puedo verme el rostro sin que el asco o la vergüenza me obliguen a bajar la mirada al suelo. Yo, cuyo anhelo retaba a los espacios infinitos. Si realmente desciendo de la luna, ¿por qué desciendo tan bajo?

Ya habían transcurrido tres calendarios desde que yo naciese cuando mi madre, la reina, alumbró a Tiku Amaru, mi señor y señor de todos los nacidos en el vasto imperio de Tahuantisuyu. Desde entonces no tuve otro espe­jo. Tú sabes cómo fuí obligada a olvidarme de mí misma para convertirme en recipiente del futuro príncipe. Sé que si te dejo hablar volverás a contarme aquella vieja historia, tan antigua como lo es el principio de los tiempos, de que también la luz que prodiga Mama Quilla en noches efervescentes es sólo un reflejo del aura de Apu Punchau. Pero al­guna vez la luna puede despertar envenenada por su propia mentira, y sentir que ella también existe, como existe el sol, es cierto, sin piernas ni rostro y diríase que sin alma, a juzgar por el devoto cumplimiento de las leyes que rigen los días. No pongas esa cara, Mama, que quien lo ha dicho, reina y postrera, no puede pecar. Si como yo atravesases el último peldaño de tu vida no te parecerían necias estas dudas.

A pesar de mí misma aprendí a amarlo en la distancia mientras crecía entre la indiferencia de nuestros pa­dres y el desdén de mi hermano. Todas las mujeres recluidas en el Templo del Sol participaban de la ilusa admiración femenina hacia el futuro Inca, desde Mama Cuna, que trataba de inculcar una casta devoción, hasta la más joven novicia, que cometía crímenes imaginarios bajo su cuerpo adolescente en los que abundaba el olor a sándalo y la infantil y caprichosa violencia. Narraciones confesadas en edad menos temprana por aquellas en las que deposité mi mas sincera confianza, excitaban mi curiosidad y mi impaciencia, pero el hecho de participar del panteón celeste que legislaba y sometía las planicies salvajes era lo que más ilusionaba la infantil espera.

Algunas de aquellas viejas compañeras de juegos y clausura se convirtieron con el tiempo en concubinas de mi esposo, en acaparadoras del cariño de mi hermano, rescatadas de la guardia del fuego permanente por un decreto sacrílego, protestado por Mama Cuna, que conoce a los dioses y a las mujeres, pero no a los emperadores. Así la grue­sa Imra Gurona, hija de un principal, que siempre se ha mostrado conmigo insubordinada y mezquina. Así también la dulce Lita, descendiente del Arco Iris, que conoció la crueldad del Inca. Así, entre algunas más, la retorcida Nina Quilla, mi ambiciosa hermana, capaz de hacer retorcerse de placer a un hombre sin siquiera tocarlo (tú y yo la sabe­mos bruja), y de carácter tan rebelde que los atinados consejos de nuestra institutriz no encontraron sitio en su cora­zón. De modo que ella fue la primera en romper la sagrada tradición que la hacía esposa del Supremo Oro Celeste, pues si bien los dioses son esposos privilegiados, seguramente los estimó demasiado lejanos.

Al tiempo que Tiku Amaru era iniciado junto a los de su generación en el rigor de los guerreros y en los mis­teríos varoniles una gran excitación cundió entre nosotras, que empezábamos a conocer ciertas malevolencias no in­culcadas por nuestra estricta educación. Pues las promesas y los misterios del amor comenzaban a hacerse patentes. No pasó desapercibida esta circunstancia a Mama Cuna, que cada año la esperaba y preparaba como su fundamental problema. Pudo notarlo en los rostros pálidos y los ojos encendidos, en las risas veladas y en las inexplicadas abstrac­ciones del ánimo, en cualquiera de todas esas languideces con que la vida se expresa en las muchachas. Quizá captaba por el olor de los primeros jugos de había que extremar la guardia y refinar el tacto para que la virtud permaneciese intacta tras las doradas rejas de nuestra prisión adolescente. Cuando se supo que Tiku Amaru había derrotado a todos los muchachos en la subida al Huanacauri todas se congratularon y me felicitaron por poseer un hermano y ser poseída por un esposo que con tanta justeza iba a gobernar sobre la ancha tierra que nuestros ancestros sumaron.

Con gran urgencia se prepararon nuestros desponsorios, ya que nuestro padre el rey, de quien tan pocas ha­zañas se cuentan que no sean inventadas, había entregado su alma al cielo antes que su cuerpo. No otra cosa que de­mencia senil significaban estas enigmáticas palabras de los sacerdotes cortesanos, oscuros ministros de los designios cósmicos, en realidad intérpretes metafísicos del sentido común que comprendieron que el estropeado juicio de mi pa­dre conducía el imperio por caminos catastróficos. Se habilitó para el fin de sus días una sala solemne, donde podía ejercer su arbitraria (a veces cruel) potestad sobre un reducido círculo de servidores y concubinas a las que no podía ya satisfacer. De ello se encargaría su hijo, a quien se había reconocido prematuramente autoridad y a quien se había consignado, a pesar de su inexperiencia, el generalato de sus huestes, la materialización de los ritos y la adininistración del maíz. Nadie en lo sucesivo discutiría la engañosa autoridad de mi padre en su salón de oro, pero nadie tampoco le contaría que sus disparatados designios eran recibidos con risas e incumplidos metódicamente.

Recuerdo aún el día de nuestro casamiento, precedido por tanta inquietud y expectación. Por fin conocería los murmurados placeres de la alcoba, pero ante todo por fin iba a transmutarme de niña en diosa y a imperar sobre toda una raza. A ciegas me conducíais por el camino nupcial, y cuando estuve frente a él descubristeis el virginal velo y Tiku Amaru resplandeció ante mis ojos envuelto en lujosas prendas que sonrojaban a la noche estrellada, en tal cantidad que aumentaban su volumen y lo investían de una dignidad inmaterial. Hombros, costados y espalda soportaban pieles inmaculadamente trabajadas por las vírgenes del Sol, y su cabeza una vegetal corona. Sobre su pecho desnudo caía su collar de dientes de serpiente, cuyas cuentas habían sido grabadas por los sacerdotes con motivos que aludían a las hazañas de nuestros antepasados. Allí estaba el Manco Capac, navegando sobre aguas y vientos enfurecidos que no conseguían arrebatarle su trenza multicolor; allí Sinchi Roca, elevando al cielo sus armas y profiriendo el grito de guerra; allí también Lloque Yupanqui interpretaba sangrienta escena en que un curaca era desprovisto de su cabeza. Los colmillos sucesivos mostraban a Maita Capac atravesando el puente de mimbre, a Capac Yupanqui castigando adúlteros y sodomitas, al Inca Roca pronunciando las sabias leyes, al cobarde Yahuar Huacac llorando sangre indigna, a su hijo ante el espectro de Viracocha, a Pachacutec Inca erigiendo monumentos gratos a los dioses, a Inca Yupanqui impartiendo paz y bendición, a Tupac Inca tras la sólida fortaleza que aseguró con piedra nuestras vidas y, en fin, a nuestro padre Atahualpa Amaru, de quien los sacerdotes grabaron en el colmillo un rostro ambiguo que en nada se le parecía por no encontrar en su vida hazaña inmortalizable. El último colmillo del collar permanecía en blanco hasta la muerte del príncipe, para honrar su recuerdo entre sus descendientes. Entonces me pareció que nada más digno podía hacer en mi vida que entregarme a él. Bajo su cuerpo y sobre el trono me prometía a mí misma una existencia feliz y una inmortalidad posible.

Pero ¡ay!, aquello que hace a un hombre tierno y amoroso estaba en él saciado por las prematuras concubinas. No me maltrató, no me humilló, simplemente me ignoró. Abandonaba su semilla sobre mi como si impartiera justicia, como si estampase su sello regio en un códice protocolario, y guardaba para otras mujeres de inferior linaje su proceder lúdico, sus caricias de semental. Reducida al feudo de mis aposentos y a la soledad entre mis esclavas tramé odiarlo. Mucho tiempo transcurrió sin que su semilla encontrase lugar en mi seno: abandonada a la insatisfacción de un orgasmo reprimido, mi rabia abortaba cualquier flor nacida entre el asco. La dulce Lita, la más joven y hermosa de las muchachas de su harén, sació mi sed de ternura muchas noches seguidas. Arrebatada de su destino amado ya nada le importaba, aunque sé que me amó más que a él. Nuestros cuerpos se rozaron y nuestros espíritus intercambiaron penas en las infieles ausencias del Inca, hasta que un día nos sorprendió y estalló en cólera derramando allí mismo su despotismo patriarcal sobre las dos. "Entregaré tu corazón latente todavía al voraz Supai", dijo después de traspasarla con salvajes embestidas. Pocas semanas después su corazón ardía en los ritos infernales que nuestros antepasados ha­bían prohibido y su carne virgen era devorada por los depravados oficiantes.

Para casi todos era una época próspera, pero la degeneración de los reyes instiga y justifica a los rebeldes, y yo intuía en aquel ir y venir de la pasión la última inercia del gran imperio. Pues aunque esta historia ignora la llega­da de los españoles al mando de aquel adulterado Viracocha bajito y centauro, otras perdiciones se producirían. En la muerte de todos los grandes imperios se mezcla el asesinato con el suicidio.

Nina Quilla se encargó de anular su regio discernimiento, loando sin rigor sus éxitos y prometiéndole rique­zas y placeres innombrados si sabía imponer con regia mano sus atributos. Ella sabía encontrar razones para justificar todos los excesos. Si se entregaba al desenfreno sexual más que a las artes militares era porque la paz reinaba en nues­tro suelo; si se llenaba su mesa de refinadas prebendas era porque la fertilidad no había abandonado nuestras tierras; si se embriagaba de mágicos licores era porque húmedos estaban los campos gracias a las obras de sus antepasados. La abundancia chorreaba desde las estrellas y él era el símbolo de aquella abundancia. Por eso comenzó a engordar, hasta hacerse redondo y pesado como las llamas de nuestros pastos. Las costumbres de nuestros guerreros también se relajaron y dejaron de traer esclavos de guerra desde las tierras bajas. A falta de prisioneros, los sacerdotes aplacaban a los dioses coléricos con cuerpos infantiles comprados a miserables familias. Los cocineros se convirtieron en un prós­pero círculo de burócratas excelentemente considerados al tiempo que los nobles se llenaban de adiposidades sedenta­rias y desterraban la belleza varonil de los palacios. "¡Viva el Hijo del Sol tantos años como el cielo incorruptible!", gritaban por todo el imperio las bocas bien alimentadas de los apos, a quienes no se impedían arbitrarias crueldades. "¡Que el inca llegue con salud a la vejez!", suspiraban, más realistas y menos fanáticas, sus concubinas, sabedoras de que sus privilegios habrían de convertirse en muerte una vez que el inca expirase. "¡Sea el inca inmortal!', gemía yo entre ellas, pues también mi tiempo era su tiempo, y aún aspiraba a ser una diosa. Las vírgenes del Templo del Sol componían con sus manos mágicas y bien adiestradas en el manejo del oro suntuosas yacollas y chuspas majestuosas, una para cada día, y cada día más imponentes, a pesar de que cada vez supo peor vestirlas. Los tesoreros recogían los tributos con esmerada fidelidad, y a ningún porteador del solemne palanquín se le hubiese ocurrido tro­pezar en el camino maiestático... porque todos cuantos existíamos a expensas de su carisma sabíamos que su fin era nuestra condena.

¿No escuchas ya los alaridos? Algunos son fingidos: los emiten las profesionales del llanto, las expertas pla­ñideras que excitan el dolor y aumentan la solemnidad de las exequias. También los curacas y los señores de los reinos conquistados fingen su dolor para contentar al descendiente, al que todavía no conocen. Mi padre continúa viviendo, aunque ha dejado de moverse y parece un vegetal, siempre refugiado en los rincones: ha expiado toda su corte y ya sabe que su reinado era una falacia, que morirá sólo y su momia será una momia indigente. Pero nadie, y menos aún el que dejó de existir para sí mismo, conoce el nombre del heredero, si será el bravo Indoc Amaru, mi sobrino ahijado e hijo de Nina Quilla, como reclaman los guerreros, o si el forjado Sauca Yacha, el único hijo que alumbró mi seno, partidario de la paz y de la ciencia, como defienden los sacerdotes. Quiera el recordado espectro de Viracocha, castigador y guardián, que sea Sacha quien convenza a Amaru y no Amaru quien aplaste a Yacha, porque no sólo con ello eternizará mi descendencia y mi nombre; además volverá el amauta a la tiana, como aquel Manco Capac que conquistó el imperio mediante la filosofia. No se detenga en mí este beneficio. Alegan los partidarios de Indoc Amaru que Sacha no es legítimo, que no desciende del sol, aunque descienda de la luna. Debieran derramar su sangre inútilmente, no en sacrificios santos ni en heroica batalla, quienes pretenden hacer leña del árbol que otros derribaron.

Otras lágrimas llegan (seguro que tus experimentados oídos ya las distinguen) con tan afectada sinceridad que se diría que nuestro cobarde ancestro Yahuar Huacac, el plañidor de sangre, llorase junto a los fieles y las víctimas que el inca arrastra consigo. Son los mismos que el día de Intip Raimi recibieron con horror el mal agüero.

Brillaba el sol sobre la fiesta y la ciudad se había llenado de peregrinos nunca vistos y comerciantes de exóticas facturas. Fue el más espectacular de los festejos que la memoria de nuestros ancianos alcanza. ¿Recuerdas qué procesión cargada de colores y de sonidos remontó la senda del templo del Sol? ¿Recuerdas qué multitud de tribus se agrupó en aquella celebración que coronaba un año de riqueza?: los curacas de Huanca, envueltos en túnicas evocatorias del sueño y portadores de armas plateadas; los brutales y casi desnudos guerreros tigres, que saltaban y bailaban desordenadamente rompiendo la instrucción, alguno de los cuales tuvo la osadía de tocarme y ser ejecutado; las máscaras grotescas de las tribus de los tristes y los cansados; los señores de las ciudades colgantes, expuestas al abismal océano, de delgado contextura y feroz presencia, pues son pastores y guerreros; los salvajes señores de la rapaz, con sus rostros afilados y cínicos que no precisan caretas... y cuando mi señor ascendió la escalera pétrea, a mi lado y flanqueados por la numerosa parentela, cuyo boato superaba al que pudiese gestar la imaginación de nuestros haravicus, ¡qué silencio reinó en la explanada! ¡Y qué griterío y jolgorio de percusiones cuando el inca volvió a dar la cara a su pueblo y elevó sus brazos al cielo como si recibiese las bendiciones del sol en nombre de todos!

El aterrado carnero que iba a ser sacrificado a nuestro eterno antepasado fue puesto sobre la mesa ritual con gran dificultad por los oficiantes, pues el espanto del animal agitaba incontroladamente su cuerpo en dirección contraria al olor de la muerte. Así fue que por negligencia de algún implicado o por designio de los cielos el bicho consiguió zafarse de los doce brazos que lo sujetaban y atravesar el cerco de sacerdotes. El asombro y el pánico se fundieron en un murmullo y las copas de oro cayeron al suelo con metálica estridencia. Una caótica comitiva de oficiantes consi­guió apresar de nuevo al animal después de perseguirlo entre las piernas de las mujeres y lo amarraron de nuevo a la mesa. Su muerte era inevitable, pero había dejado en la conciencia de todos una misiva de desgracia.

El inca, aturdido y nervioso, elevó el cuchillo sobre su cabeza con las dos manos y lo dejó caer sobre la vícti­ma, que aún se debatía bajo las amarras. Con tan poco tino actuó mi esposo y tanto se movía el animal que la hoja de rubí fue a clavarse en el corazón que debía ser entregado como ofrenda aún palpitante a los dioses y que salió del cuerpo convertido en un despojo.

Los de la élite se miraron unos a otros con gesto preocupado. El pueblo esperaba ansiosamente la predicción del oráculo con una imbécil careta sonriente. No volverían a sonar los cañutos en la fiesta. Todos trataron de disimular los ruidosos colores de sus vestimentas, pues significaban decadencia ante la aciaga profecía emitida por el oráculo que nadie supo comprender en medio de tanto esplendor.

Hace apenas dos día el inca cayó fulminado por un mal misterioso. Los que amaron al inca estrangulan a sus criados y a sus concubinas para que no le falte nada en su viaje de ultratumba; los que lo odiaron esperan estrangular a su esposa para vengar en ella los ultrajes recibidos. Mi sueño de eternidad corrompe y anhela ser enterrado. Quise ser una estrella abrazada al cielo y soy la viuda desdichada, la viuda feliz... El único acontecimiento predecible de mi vida ocurrirá esta noche. Su cuerpo embalsamado yacerá mañana en la tumba ignota sin vísceras ni entrañas, lo acompañarán nuestros cuerpos, prontos a corromperse. Fuera están masticando la coca y vaciando el amargo aguar­diente de los calderos mientras de todos los puntos del imperio parten condolidas procesiones. Gime el cañuto y los tambores inquietan. Han elevado una alta hoguera que danza y se retuerce como siempre lo hizo mi alma. Nos esperan.

Y te digo que no me importa, Ancha Mama, abandonar el mundo a su desgracia. Que el sol sea mi lejano abuelo me parece hoy tan improbable como que mi hijo sea descendiente de mi señor. Tuve que descubrir por mí mis­ma que la belleza y la divinidad se arrastran en el fango de los esclavos cuando superé el asco a lo desconocido.

Por fin descubro mi rostro con la alegría de haber amado hasta el cumplimiento de la venganza. Me voy, An­cha Mama, pero no me voy con él, sino con ese niño que no renegó de su amor a mí ni siquiera ante la cruel justicia del inca ni ante las despiadadas torturas que acabaron con su vida para consolar una vergüenza tan humana de nues­tro dios en la tierra. La tradición no perdona: cuando puse el veneno en la copa áurea sabía muy bien que me estaba suicidando.

Me pregunto qué grabarán los sacerdotes en el último colmillo...

publicado en el fanzine Amano # 3 (1996)

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