sábado, 13 de marzo de 2010

Por una música participativa

por Misola Dorela
Amano #6 (abril 1997)

Porque no

La crítica es la condición mínima de subsistencia de una sociedad abierta. (Eduardo Subirats)

Para escapar de la telaraña cultural impuesta por el sistema, es necesario no sólo distanciarse y construir otra red independiente, sino se hace igualmente imprescindible cuidar que la construcción alternativa no repita los mismos elementos arquitectónicos de la anterior. Si tales componentes estructurales se reproducen, las nuevas creaciones quedarán condenadas a su inevitable asimilación y manipulación por la cultura imperante.

Toda la música joven comercial, y también mucha de la perteneciente a la esfera marginal, está atrapada entre unos criterios compositivos de carácter técnico que la atan a unas concepciones estéticas anticuadas y limitantes, que frustran todo intento de participación en la gestación de una nueva mirada transformadora de la realidad social. Esto es debido a que la música joven no ha sido capaz de absorber los elementos estructurales de la revolución de las vanguardias históricas, desarrollándose independientemente de ellas en muchos aspectos clave, y manteniendo, en cambio, una directa conexión con la tradición musical del siglo diecinueve. Tal circunstancia es la responsable de que esta expresión artística pueda entrar como anillo al dedo en el sistema de dominación establecido, ya que se muestra apta para ser reducida de su posible contenido subversivo a una estética formalista y espectacular de carácter comercial. La música que parte de elementos formales propios de una tradición cultural explotada y asimilada puede ser digerida por el sistema actual de producción cultural en serie, e impulsada institucional o comercialmente como producto de consumo habitual, porque los potenciales elementos críticos o revolucionarios que en ella participan se concentran en la esfera contenidista y no han sido transcritos al de los más básicos patrones estéticos musicales.




Recordemos que las estructuras estéticas sobre las que se construyen incluso muchas de las expresiones musicales consideradas propias por los círculos marginales más radicales son, fundamentalmente, la armonía tradicional, la rítmica tradicional, y el concepto de forma musical tradicional. Todos estos componentes técnicos pueden ser tolerados por la cultura establecida, en tanto en cuanto ya ha sido realizada una crítica destructora sobre ellos en tiempos de las vanguardias históricas, que descubrieron su inaptitud para crear o desarrollar nuevos contenidos artísticos distintos de los burgueses dominantes del siglo anterior. La evidente diferencia estilística entre las producciones musicales decimonónicas y las actuales de la música joven reside principalmente en aspectos no estrictamente técnicos de las composiciones, como el disfraz, el gesto, la imagen, la tecnología empleada, etc. Las diferencias de los componentes rigurosamente musicales, en cambio, hay que interpretarlas como la evolución exacerbada de todos los aspectos que ya aparecían en la música burguesa, ritmos repetitivos, armonías esquemáticas, frases musicales de rígida estructura, y, en los mejores casos, melodías con una rica interválica. Este desarrollo estético, sin embargo, ha comprometido a su vez la transmisión de toda una serie de condicionamientos y prejuicios heredados, que en muchos casos, de hecho, se han radicalizado.

La música joven ha mantenido unas estructuras anticuadas por su vocación espectacular. Ya en el siglo diecinueve, la música era sobre todo un fenómeno de masas para la purificación e instrucción colectiva. Basta recordar los casos de Wagner en Alemania o Verdi en Italia, donde sus óperas se convirtieron en verdaderos sentimientos populares, que producían una falsa apariencia de solidaridad entre las clases sociales, para unirlas y dirigirlas a la conquista de la ansiada construcción nacional. El peligro a perder este tipo de conexión directa con el público es lo que ha obligado a la música joven a mantener unas estructuras históricas que hoy en día carecen e impiden todo significado utópico o revolucionario.

De la incapacidad para descomponer la dualidad creador/público, motivada por el cultivo de los actuales procedimientos técnicos heredados que exigen tal separación, y de la asociada vocación espectacular de la música joven, ha nacido una lógica industrial de lo musical dedicada a la mitificación de los nuevos 'artistas'. La estructura de dicha mítica se despliega en todos los ámbitos del fenómeno musical, evidenciando unas relaciones jerarquizadas y aniquiladoras de la diferencia y la individualidad. La anticuada, antidemocrática, dogmática, elitista y soberbia relación jerárquica artista/espectador se mantiene y se lleva hasta los límites extremos que permite la técnica y la logística de fabricación de espectáculos. El escenario se eleva y se agranda imponiéndose como el Olimpo sobre un público oscurecido y miniaturizado. El músico amplifica su voz hasta imposibilitar el diálogo con una masa a la que se le niega la expresión. En general, se recrea toda una realidad simulada electrónicamente de luz y sonido, donde hay quien dirige y quien es dirigido, y donde el tipo de interacción humana está determinado a priori. En definitiva, se impone un concepto de relación social siguiendo las pautas de siempre: el mito despliega su dominio sobre la colectividad.

Ya Adorno alertaba de esta situación, y veía su origen en una determinada estrategia de dominación dirigida a imposibilitar la creación de una nueva cultura independiente. Tal maniobra política estaría comprometida en fraguar un espacio donde se impusiese la consciencia de un imparable proceso de banalización de la cultura y el arte, que mientras son alimentadas y aduladas institucionalmente, se les decreta su defunción en la repetida esquela 'la muerte del arte'. A este respecto, Adorno analiza el jazz y lo que fue su música joven contemporánea, descubriendo que tras haber nacido como mestizaje cultural o como voluntad de superación histórica de una realidad social impuesta, ambas experiencias estéticas fracasan debido a la incorporación de comportamientos fetichistas y acríticos de origen burgués. Ante lo cual propone una reflexión histórica y la vuelta a los criterios musicales de la vanguardia clásica de los años diez. La conciencia de la masa de oyentes está perfectamente adecuada a la música convertida en fetiche. Se escucha música de acuerdo con los preceptos establecidos, y, desde luego, la depravación misma no sería posible sí tuviese lugar una resistencia. [1]



Porque sí

lo que busco, desde que he cobrado conciencia de que existe un muro entre el público y el creador musical, es hacer caer ese muro. (Pierre Boulez)

La conciencia de la existencia real de una inevitable separación y la falta de comunicabilidad del lenguaje musical son unas constantes fundamentales con las que los compositores del siglo XX no han podido dejar de confrontarse. Unos han rehusado encarar esta coyuntura, otros, como Boulez, la han tratado desde posiciones históricas e intelectualistas, y otros finalmente, han encontrado en la participación la solución a esta problemática. En cualquier caso, es preciso proponer este mismo debate en la música joven con la finalidad de apartarla de sus actuales patrones técnicos compositivos, para que abandone así sus inevitables, y en muchos casos inconscientes, consecuencias que no dejan de recordarnos, en todo momento, los patrones sociales burgueses de dominación sobre los que está construida nuestra actualidad y nuestra historia más inmediata.

Una sugerencia que abriría un mundo lleno de nuevas posibilidades empieza por a-prender (en el sentido de apropiarse para reinventar y desarrollar) las técnicas que en música clásica surgieron a partir del movimiento dadaísta y que se difundieron en su mayoría alrededor de los años 60. Experiencias fluxitas, cagistas, happeninistas, etc. establecieron un nuevo concepto de música donde desaparecía la jerarquía compositor/intérprete/público, en beneficio de la participación y creatividad universal. Estas formas de expresión, por su propia configuración son irreductibles a la lógica industrial así como al consumo masivo de cultura. Por una parte, el resultado artístico final de cada evento musical es imprevisible y directamente establecido por unas circunstancias improbables de calcular y repetir. Este impedimento para la reproductibilidad del resultado final (ni siquiera es concebible acercarse a él) elimina el concepto de obra de arte acabada e independiente, lo que imposibilita su mitificación y proceso de fetichización en mercancía cultural. De este modo, la estrategia del disco fracasa ante la obra abierta y democrática. [2]

Fue Gramsci quien denunció la estrategia burguesa de sistemática aniquilación de la imaginación y la creatividad popular, así como de sus señas de identidad y canales formales para la participación en todo proceso creativo independiente y crítico. Para Gramsci, la destrucción del folklore popular formaba parte de un programa de aprisionamiento de la creación cultural popular entendida como fruto de la colectividad. Como sabemos, la cultura popular histórica fue resultado de la participación activa de una infinidad de individuos anónimos en la transformación de unas creaciones artísticas originarias que, una vez popularizadas, fueron abiertas a la variación colectiva e imprevisible. El pueblo daba origen así a unas formas culturales folklóricas de autoidentificación y de reivindicación social capaces de organizar un sentimiento colectivo y revolucionario.

El paulatino proceso de extrapolación del arte de sus condicionamientos sociales de creación, que tras un dilatado periplo a lo largo de toda la modernidad lo llevan al museo y al disco, determinan la muerte del arte en tanto en cuanto que creación colectiva y abierta, en favor de una serie de individualidades independientes, que por su propia circunstancia, carecen de capacidad para reinterpretar y reinventar continuamente los productos culturales, y así mantenerlos vivos en la sociedad y en la historia. La creación artística burguesa se cierra a unas condiciones de reproductibilidad determinadas, que mientras la consagran íntegra en la historia, a la vez, la invalidan como medio vital de comunicación social.

Por eso, es importante recuperar la figura del Anónimo como punto de partida de un producto cultural sobre el que fracasan las estrategias fetichistas del consumo cultural y aniquiladoras de la colectividad, ambas implícitas en el Copyright. En cambio, una nueva estrategia de creación ajena a la lógica de la propiedad privada abre un posible ámbito de verdadera participación estética desinteresada, favoreciendo un discurso artístico compartido y sincero, cuyo producto final sea fruto de una sensibilidad social representativa. En este sentido, el arte plástico popular desplegado en las paredes más escondidas de nuestras ciudades, el mejor grafiti, representa un espacio abierto para la participación voluntaria, colectiva y anónima, donde la lógica de dominio burguesa no encuentra lugar. Tales espacios desinteresados y abiertos a la intervención desjerarquizada no abundan en las producciones musicales, por lo que se produce la explícita paradoja de que en los conciertos quien más disfruta es quien crea la música y no quien la escucha. El público termina convirtiéndose de este modo en invitado de los 'artistas' invitados, y esto no puede quedar así.

La música tiene que ser arte de la experiencia y no 'obra de arte'. Y no debe producirse independiente de quien la escucha sometiéndose a la voluntad de un determinado creador. La música debería ser, ante todo, fruto de su mutuo diálogo.



Misola Dorela es una iniciativa que lucha por la emancipación del oyente de toda actitud sumisa y pasiva.

Ilustraciones: Juan Ángel Sáiz Manrique

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