sábado, 20 de marzo de 2010

No escribas nunca en callejones sin salida

por Luis Navarro (Amano 2, 1995)

El movimiento de "grafiti" en sus manifestaciones contemporáneas se originó en Nueva York a principios de los 70 de la mano de los sectores económicamente marginados, como los colectivos de inmigrantes negros y latinos. A través de la extensa red suburbana de transporte se difundió al resto de la ciudad como una amenaza, y de allí, por canales analógicos, al mundo entero. En Madrid, el movimiento irradió desde los barrios de la periferia sureña y muy pronto estableció su cuartel general en Azca, en un barrio económicamente privilegiado y producto por excelencia de la planificación moderna del espacio en esta ciudad y de sus lóbregos resultados.

El grafiti, debido fundamentalmente a la imposibilidad de su comercialización y a las fuerzas pulsionales no racionalizadas que lo alientan, esconde en sus procedimientos de acción un enorme potencial de intervención expresiva utilizable para la desestabilización y la transformación de la sociedad. Como escritura, se trata de un modelo de intervención directamente implicado en la acción. Como pintura, deconstruye y parodia los principios estéticos del buen gusto que rigen en los museos, llevando a su límite extremo los planteamientos de las vanguardias.

Más o menos tolerada, la pintada siempre ha sido susceptible de persecución, de donde se deriva uno de sus rasgos más importantes: la espontaneidad. La pintada surge del sujeto o grupo social marginales sin la mediatización de presupuestos ni censuras externos.

La recepción social de este fenómeno ha venido siendo de un rechazo ciego. Y es ciego porque no sabe a qué se enfrenta. La utilización de un lenguaje cargado de connotaciones violentas, la ausencia de referentes conceptuales en sus mensajes reducidos a la mínima expresión de una marca personal y el funcionamiento clandestino de sus agentes crean en el burgués una suerte de temor ante lo incierto, lo extraño, lo peligroso e invisible, que no tiene nombre ni lugar, pero que de alguna manera reconoce como generado de sí mismo. La violencia gratuita, el vacío de valores, el escándalo como único estímulo a la expresión antes que el sentido mismo de su protesta se exponen en las paredes ante la omnipresente "clase media" como un espejo de su propio vacío. Esa plaga subterránea que se extiende en forma de otro, extraño, extranjero, ya no es tal realmente, sino un tumor propio, una enfermedad generada por el propio sistema (la temática del "virus", con connotaciones tanto informáticas como orgánicas, ha sido recuperada por algunos grafiteros).

grafiti de "Los Reyes del Mambo" en Azca (Madrid)

Es esa misma internalidad lo que la hace indigerible para el propio sistema. Para ése no existe mejor crítico que el espejo, la imagen retornante de lo reprimido. El problema es que el espejo, por sí sólo, no puede cambiar una imagen. Este “silvestrismo urbano" no es un producto natural, sino un mutante propio de civilizaciones extensas y anónimas. Y por más que quiera sacudirse el conocimiento, no podría hacer lo propio con la represión que éste genera. Y aquí es donde hay que apuntar que el grafiti marginal relacionado con los nuevos movimientos juveniles y musicales se limita a reproducir en una escala simbólica todos los defectos del sistema que los genera. Me limitaré a señalar tres:
  1. Búsqueda de la preeminencia narcisista del propio estilo. La evolución de la pintada clásica al grafiti revela un vaciamiento de significados parejo a lo que se ha dado en llamar "fin de las ideologías". Del concepto se pasa a la forma para definir la propia identidad, y mientras desaparece el sentido la forma se complejiza y decora con relieves, sombras y brillos multicolores en las llamadas potas.
  2. Competencia por el espacio. El análisis del funcionamiento interno del colectivo de pintores de graffíti expresa otro reflejo social capitalista en la lucha por dominar el espacio e imponer repetidamente la propia marca sin ningún repunte creativo ni subversivo.
  3. La violencia que expresan las pintadas es otro reflejo de la violencia social que respiran, inoculada por la televisión y la segregación social. La creación de enemigos imaginarios es una constante socialmente sostenida cuyo único fin estriba en mantener viva la violencia y que distrae acerca del verdadero mal que denuncian.
Los tres reflejos apuntados parece que hablan en favor de una inclinación a reproducir la sociedad en un plano simbólico, tal vez el de los espacios muertos de los muros, más que a una crítica efectiva de la misma, lo que tal vez pueda servir para canalizar frustraciones mediante actos rituales, pero no para cambiar una realidad degradada que ha terminado degradando al sujeto generacional. Parece que a la explosión de las vanguardias, producto de un exceso que parte del sujeto y se propone eliminar barreras establecidas, ha seguido una implosión sobre el sujeto en el grafiti y movimientos parejos; si entonces la presión significante partía desde el sujeto y se ejercía sobre la realidad, parece que ahora la presión de lo dado socialmente oprime al sujeto hasta provocar una implosión narcisista y vacía.

Existe aún un peligro mayor que amenaza al grafiti en cuanto que modelo de acción expresiva, y estriba en el tratamiento teórico que se hace del grafiti como "arte". Muchos grafiteros se declaran "artistas" y no siempre con el conocimiento previo de lo que significa esa palabra en su contexto histórico. Al fin y al cabo Muelle no intentó engañar a nadie con esa identificación; trataba de convertir su firma en marca comercial y no aspiraba seriamente a introducirla en los museos (hoy algunas de sus obras han sido convertidas en monumentos, como algunas obras de Duchamp cuyo sentido estaba en dejar de serlo). Se escriben libros y artículos de revista donde se indagan sus motivaciones antropológicas y estéticas. En EE.UU. los grafiteros agrupan en asociaciones que, como la United Graffiti Artists de Hugo Martínez, pretenden conquistar las salas en equipo. Haring es crucificado en las asépticas paredes de La Caixa y se le identifica con el Cristo del sida. Almodóvar no acoge humildemente el grafiti emitido en la calle con un ojo en la retaguardia, sino que realiza un encargo para su última película y, de paso, inmortaliza al artista contando la anécdota. En cierto modo, el grafitero que aspira a su condición de artista resulta retrógrado respecto de aquel otro que no renuncia a identificarse, dentro de la jerga, como "criminal".

Fachada del Centro Social David Castilla de Tetuán (Madrid)

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