miércoles, 10 de febrero de 2010

La obra de arte en la época de su reproducción electrónica

por Luis Navarro

Ensayaré una suerte de síntesis general, de carácter filosófico y especulativo, acerca de lo que puedan significar en su conjunto las múltiples imágenes con el marchamo de "artísticas", o con pretensiones estéticas, o con intención expresiva, producidas electrónicamente desde que esto fue posible, es decir, desde que en los años sesenta Ray Johnson induce el uso desviado de las primeras máquinas copiadoras. No se cuestiona el afán individuador de cada artista ni la percepción de desarrollos diversos en la evolución del uso y perfeccionamiento técnico de dicho medio, sino que se busca un acceso a su naturaleza específica y una apropiación crítica de su potencial y adecuabilidad para la producción de signos. Y ello con lo idea de justificar, si no lo hiciese la ausencia total de eventos de este carácter, la presencia en esta muestra de manifestaciones tan heterogéneas.

El discurso copigráfico se enmarcó en su origen en las tendencias populistas del arte, de fuerte empuje en los años sesenta. Su fácil manejo, la instantaneidad, la posibilidad de apropiación de signos que ofrecía y la productibilidad indefinida de originales hacían de la fotocopiadora una herramienta eficaz para la difusión libre de imágenes y la democratización de la cultura. Precisamente por ello se definió pronto como uno de los más firmes resistentes a las evoluciones perversas del pop-art en su contacto con la cultura de mercado, pues la reproductibilidad indefinida no sólo afecta al estatuto ontológico de la obra de arte, como ya señalara Benjamin en el escrito en que se inspira el título de éste, sino que ante todo impone anacrónicas dificultades a su comercialización. Es ésta la razón de su corta euforia, de su posterior marginación y reclusión en ámbitos casi iniciáticos, así como de las dificultades de programación de exposiciones electrográficas. En los últimos años se han llegado a dictar leyes que persiguen la reproducción íntegra de textos y la circulación libre de imágenes, esto es, que condenan al medio a la fragmentariedad y a la no culminación de sus expectativas. La eficacia de estas leyes siempre es relativa, digamos con claridad que afortunadamente, ya que gracias a ello no sólo disponemos en nuestro estudio de textos descatalogados o excesivamente caros, sino que además asistimos a la formación de un "capital simbólico no declarado" con posibilidad de incidencia en el paisaje de la cultura.

En su aplicación a la generación de signos estético-expresivos, la fotocopiadora ha desarrollado dos discursos: el de la electrografía y el del copy-art (ver artículo de Maite Barrera en este mismo producto). El primero de ellos hace referencia a la integración de los nuevos modos de producción en la obra artística y persigue la generación de originales según uno de estos dos procedimientos: integración de la fotocopiadora en proceso creativo como una de sus herramientas entre otras, dotándola de un sentido circunstancial acorde con sus posibilidades estéticas, como en algunas instalaciones y acciones, o producción de obras cuya sentido reside en que la copia sea el original. La artista madrileña Carmen Cámara desarrolla un trabajo que sintetiza ambas actitudes, por lo que representa un paradigma válido de integración de nuevos modos de producción y, en este caso, explícitamente de reproducción de imágenes. Mediante ampliaciones sucesivas de un mismo rostro persigue los rasgos fundamentales de su fisonomía hasta dar con un fantasma melancólico al que la tecnología ha arrebatado su corporalidad; con series sucesivas de estos rostros compone extensos murales en blanco y negro que cubren las paredes, el suelo y el techo anulando toda referencia espacial y conformando lo que ella ha bautizado como Teatro del Horror Vacui, donde habita un clima de frío misticismo cercano al del sepulcro que la autora recomienda para decoración de naves industriales. Se trata de un caso de integración y crítica de los nuevos medios técnicos de reproducción desde una posición adorniana que trata de dotarlos de sentido.

Carmen Cámara: Teatro Museo del Horror Vacui


Inverso, aunque no contrario, es el discurso de quienes celebran la posibilidad de reproducir indefinidamente una misma obra como maniobra subversiva dirigida contra las instituciones que gestionan lo artístico. En esta onda se orientan las actividades del colectivo Gratis, que monta esporádicamente exhibiciones reprográficas en las que el espectador puede confeccionarse su propio catálogo de originales con la ayuda de una fotocopiadora ignorando los derechos de copyright. Con frecuencia estos eventos hacen referencia al contexto sociopolítico e intencionan contenidos de índole más amplia que los intereses subjetivos del artista: así, la superación de los condicionantes mercantiles y las tácticas anti-copyright se convierten en programa de acción siempre asumido, pero además se organizan convocatorias para denunciar procesos políticos concretos o se aspira a evadir las fronteras nacionales. La última exposición del colectivo mencionado se llevó a cabo en un barco botado desde España que terminaba su recorrido en Portugal. Uno de los aspectos más interesantes del mail-art consiste precisamente en su capacidad para eludir estas fronteras. Ésta es la actitud que, escapando a los condicionantes mercantiles y espectactulares, pretende liberar al arte de su servidumbre y ponerlo a disposición de las masas. La realidad es que su influencia es bastante limitada y restringida a circuitos especializados, ya que nos hallamos ante la enorme paradoja de un modo de producción estética apto para acceder rápida y fácilmente a las masas, pero silenciado y marginado por los medios masivos que generan "realidad' al por mayor. Por otro lado, la peculiaridad de sus lenguajes, que asumen y reproducen las rupturas llevadas a cabo por las vanguardias históricas en los modos de producción y percepción, requiere un lector cualificado. Este disloque cultural, señalado en su momento por Habermas, no es tanto producto de la especialización de los lenguajes (hemos olvidado que la obra de arte reclamada por esas vanguardias sólo comparece y se hace efectiva en el instante de su recepción, por lo que aquello que no es comunicado o comunicable simplemente no es, ni arte ni lenguaje) como de la gestión cínica que el estado capitalista hace de su propia tradición cultural, la misma que permite que los mismos que debaten y cuestionan todavía si Beuys es o no artista paguen sumas magníficas por la posesión de un Duchamp, ignoro si porque es éste el mejor modo de enterrarlo o simplemente de evadir impuestos.

La existencia de estos dos desarrollos no implica la formación de posiciones excluyentes. Se trata de modos de acción paralelos que conviven pacíficamente en el mismo taller y, a veces, en el mismo artista. La liviandad del soporte, la posibilidad de elegir el número de originales a reproducir de una matriz que, en en sí, carece de valor estético y la escasa proyección de su obra en el mercado convierten al electrografista en un copyartista fáctico y en un mailartista potencial. Las propias condiciones que impone el medio hacen converger en muchos casos las estrategias: la homogeneización de texturas en la interpretación mecánica de la matriz lo hacen especialmente adecuado para la producción de collages y fotomontajes, y por ello una canalización nueva y eficaz de los usos y métodos de la vanguardias históricas, de la apropiación dadaísta de imágenes y la manipulación situacianista de signos; la posibilidad que ofrece de superponer elementos icónicos y verbales hace que el poeta visual se acerque a la fotocopiadora e interaccione con ella generando sus propios efectos de feedback bidireccional. Se comparten posibilidades y limitaciones, publicaciones, espacios expositivos y proyectos: todo ello induce una falsa percepción del copy-art como movimiento. A esta inexistencia de polémica puede no resultar ajena la exigua penetración de la teoría en este ámbito, si es cierto que las diferencias excluyentes emanan sobre todo de los aspectos más ideológicos del arte, pero no estaría de más buscar las razones en la ausencia de intereses y en la marginación institucional que sufren los creadores que utilizan este medio para expresarse, sea cual sea su orientación. Cabe sospechar por tanto que dicha marginación no responde a la elección estética o ideológica del artista, sino que es el medio, la herramienta de que se vale, lo que crea recelos y desconfianzas entre los gestores de capital simbólico. El sistema espectacular ya no teme la conmoción surrealista de la conciencia puesto que posee las claves conductistas que lograrán canalizarla; sabe que la ruptura de los lenguajes practicada por el poeta visual puede ampliar sus tácticas de control psicológico mientras siga practicándose desde arriba con más intensidad y amplitud que desde abajo. La explosión futurista, la implosión dadaísta o las muecas del punkero de turno no harán sino llenar de argumentos fascinantes las pantallas de exhibición, siempre y cuando permanezcan en ghettos y se dejen interpretar como modas o movimientos. Hasta la propia "muerte del arte" se convierte en una catarsis ritualmente repetida que despeja ámbitos y mercados. Lo que el sistema no puede tolerar es que exista algo que posea valor y no tenga precio.

El artista plástico, el poeta visual deberían disfrutar de plena libertad para manejar el medio a su disposición de forma que hagan evolucionar el arte o la literatura del mejor modo posible, pero a causa de los condicionantes socioeconómicos en que se desenvuelve se ve determinado por ese mismo medio. Hablará del amor, de la desdicha humana o de Chiapas insurgente, pero siempre habrá producido una fotocopia, y ese sambenito pesará en la recepción aunque él no lo quiera. Sin llegar a suscribir los slogans de McLuhan pensamos que el medio nunca es inocente en la composición del mensaje, y menos aún en el caso de las fotocopiadoras, lo que por un lado confirma la intuición benjaminiana acerca de la importancia de la reproductibilidad en el estatuto ontológico de la obra de arte y por otro determina el estatus socioeconómico de la misma, puesto que el artista proletarizado, ya pretenda derrumbar dicho sistema o sobrevivir en el mismo (lo que, por cierto, no es moral ni políticamente reprobable en el actual ordenamiento), se enfrenta una y otra vez al problema de la reproductibilidad, ya sea para escapar o para hundirse en ella.

Se ve por qué la fotocopiadora y, en general, los nuevos medios de reproducción electrónica, marcan un hito histórico en la evolución del sistema del arte. Los pensadores de la Escuela de Frankfurt vieron ya en la la reproductibilidad el tema básico que tendría que afrontar el artista en nuestro siglo y así lo categorizaron en el contexto de una crítica del capitalismo. Adorno apostaba por la integración de los avances tecnológicos en la obra precisamente para que la sensibilidad estética no se viese diluida en ellos; ésta es la actitud de los electrografistas. Por su lado Benjamin, cuyo mensaje han sabido recoger los copigrafistas, valoró positivamente las nuevas posibilidades de democratización del deleite estético y del acceso a la cultura que los nuevos medios procuraban. Ambos suponían la misma transformación estructural y reconocían, con mayor o menor entusiasmo, la inutilidad de retroceder. Estos planteamientos teóricos, surgidos como reacción a las nuevas condiciones industriales de producción serial, encuentran un nuevo punto de inflexión con la aplicación de tecnologías específicamente aplicadas a la reproductibilidad instantánea. De extender todo su potencial ésta vendría a suponer para la experiencia estética lo que en su momento supuso la imprenta para la cultura discursiva: no sólo un cambio cuantitativo en el número de objetos factibles de reproducir ni de receptores que tienen acceso a ellos, sino también un cambio cualitativo de la propia obra, una redefinición del creador, una reestructuración de los sistemas de enculturación y un nuevo paradigma perceptivo.

Tales ganancias no se producen, por cierto, sin pérdidas. A la emergencia de un nuevo paradigma corresponde la pérdida del anterior, que no el abandono, y de toda la gama de valores y de creencias que lo sustentaban y sustentaba. Es lo que en su crítica categorizó Adorno como "desartificación" y Benjamin "pérdida de aura" de la obra artística, en definitiva el proceso de desintegración de la estructura tradicional de la experiencia. En aquél ello se asume desde la óptica de un lúcido pero ineficaz pesimismo. Un fenómeno similar aconteció con la adopción de la imprenta: el libro perdió su carácter distintivo, el aura de su posesión que implicaba dominio, pero favoreció la difusión de ideas y de un saber acaso un poco edulcorado para el gusto de la época. Dejó de ser objeto único, referente legendario para la mayoría de la población y se avino a reflejar discursos más pedestres. ¿Podemos afirmar que la uniformidad de la letra impresa no resta expresividad al trazo poético, nunca idéntico, de la mano conectada a los envites del corazón? ¿O que el golpeteo de la máquina de escribir no perturba la concentración y falsea el ritmo del pensamiento o la homogeneidad del texto no induce en el productor de discurso factores objetivantes que atentan contra la peculiaridad de su instante? Resistirse nostálgicamente a estos procesos es repudiar nuestra condición histórica e ignorar que lo nuevo es el flujo de lo eterno.

Benjamin, consciente de esa dinámica entrópica del signo estético, vió en ello sin embargo la oportunidad para una politización del arte que realizase, cuando menos en la superestructura y a través de ella, la utopía de liberación que los románticos ilustrados prometían y exigían las vanguardias. Su propuesta se halla en las antípodas de la estetización de la política que propician los medios de comunicación de masas en la actualidad, evolución perversa que señaló en su análisis del cine, medio que pese a reunir las condiciones para llevar a cabo una subversión de la percepción del mundo, fracasó al tener que adaptarse a los nuevos modos de gestión y difusión de capital simbólico. Pero si el cine sucumbió a los dictados estéticos del poder a causa de las grandes inversiones que este arte exige, no ocurre lo mismo con las prácticas artísticas de bajo presupuesto. Ello convierte a los nuevos medios de reproducción electrónica en portavoces y revitalizadores de aquella explosión de las vanguardias nacida en el suelo fértil y despejado donde yace el cadáver del arte.

Del arte muerto: sé que para muchos esta expresión se ha transformado en tópico, y avalados por la permanencia de gesticulaciones artísticas y canales de difusión siguen habitando o asumiendo la ficción de la "alta cultura". Un amigo que no es filósofo, dice que aunque Dios muriese quinientas veces la Iglesia seguiría existiendo. La iglesia seguirá existiendo convirtiéndose ella misma en simulacro de sí misma: en muerte. Nos corresponde decir a nosotros no que el arte ha muerto, sino que el Arte ya es muerte, del artista, de la obra y de los impulsos utópicos de liberación proclamados por las vanguardias. El reprógrafo no sólo se enfrenta a este vampiro a nivel de contenidos, sino que las calidades estéticas conseguidas por la fotocopiadora resultan ideales para representar tanto el evento como el cadáver. El evento: el fogonazo frío que extrae de la matriz todo rastro de corporalidad y toda latencia expresiva implicada allí por el contacto directo con la actividad manual del creador. Precisamente muchas de las obras producidas por el electrografista aprovechan la pérdida de matices figurativos derivada de la interpretración tecnológica de la imagen tomada como base, muchas veces con una intencionalidad específica, como en la obra citada de Carmen Cámara. Y el cadáver: el cuerpo aún caliente que con cadencia melancólica y sin voluntad propia se instala en la bandeja servidora.

Nel Amaro: Papel para fotocopiadora


Sostengo que el artista lo sabe y lo refleja, de modo más o menos consciente (ver Papel para fotocopiadora, del copiartista Nel Amaro) o genialmente inconsciente (ver Desnudo bajando una escalera, del electrografista Ibirico) y que la reprografía nos los recuerda en cada una de sus ejecuciones, mediante las cuales tratan de vitalizar o exorcizar definitivamente ese fantasma. La obra genérica de Nel Amaro es paradigmática de lo que sería la actitud copigrafista dentro de las dos tendencias señaladas. Heredera de Fluxus, enfatiza la espontaneidad y la manipulabilidad del paisaje icónico dándole un sentido que redime al receptor de la pasividad con que se expone a los signos. En este caso concreto se trata de una obra conceptual en la cual se reflexiona sobre el propio medio y su soporte. La inscripción realizada en el mismo nos advierte por un lado de que no es en sí una obra de arte, y por otro constituye todo un veredicto, casi una condena que desintegra toda su virtualidad y lo determina a ser "fusilado" electrónicamente en aras de un producto más noble que él mismo. Por su parte, Ibirico representaría la actividad paradigmática del electrografista, conocedor experto del medio y productor de obras que buscan escapar al efecto banalizador de la reproductibílidad (1/1). De hecho, la reproducción en B/N para este catálogo resulta ser bastante poco indicativa de lo que es la obra original. Pero lo que en ella se representa es la reinterpretación tecnológica de una obra convertida en clásica pese a que su autor es uno de los máximos exponentes de la desintegración estructural de la obra de arte. Se trata de Desnudo bajando una escalera de Duchamp, obra de 1912 que trataba de transcender el carácter estático de la pintura mediante una representación pura del movimiento corporal, lo que no podía hacerse sino "desnudando" los elementos figurativos e introduciendo en la pintura los efectos de abstracción producidos por la captación tecnológica del dinamismo. Creo que esta obra de Ibirico enfatiza el efecto de desnudamiento tecnológico de la corporalidad de la imagen, haciendo penetrar el rayo laser donde no alcanza el ojo humano. En la ficción implícita en ella, el original sería un cuerpo vivo atravesado por el fogonazo para extraer de él su esquema óseo, su estructura desvitalizada.

Ibirico: Desnudo bajando una escalera (original en color)


Muerto el arte (el arte como institución) no todo es un desierto de hielo y megabites. El arte no tiene el monopolio de la belleza y el lenguaje. A este respecto, es hora de reconsiderar la importancia que las fotocopiadores han tenido en la lucha contra el negocio de la cultura, en la preservación de un espacio de creación no mercantilizado y en la generación de un enorme capital simbólico no declarado a través de la fanedición y el panfleto. Perdonémosle, por tanto, sus pequeños atentados ecológicos. Y despertemos del sueño cultural que nos impide disfrutar de una muerte tan productiva.

Texto aparecido en el catálogo de la Muestra de arte por fotocopia (Madrid, 1996).

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