jueves, 17 de diciembre de 2009

Penúltimo asesinato del arte burgués

Escrito programático de Industrias Mikuerpo incluido en el número piloto del fanzine Amano (1994)

El intelectual sin aureola

Corresponde a Walter Benjamin el mérito de haber trazado con inigualada claridad el campo de problemas abierto por los cambios registrados en los modos de creación artística y percepción estética del siglo XX. Según Benjamin, el desarrollo fundamental en este ámbito no tiene la forma de una evolución o una continuación cronológica desde modelos progresivamente superados, sino la de una ruptura esencial y un cambio absoluto de carácter. El arte tradicional ejercía una función cultual de consolidación de significados y ciframiento de un sentido históricamente adquirido. En virtud de una distancia equivalente a la que existe entre la esencia y la apariencia en una concepción idealista, el significado permanece a salvo de la manipulación perceptiva de los sujetos, constituyéndose en significado sublime, sagrado o trascendente. Esto es lo que constituye el aura de los objetos artísticos. Algo así como el misterio último de la obra que la hace "objetiva", que sacraliza el estado de cosas reflejado en ella. En este entorno ideológico, la obra es la “expresión finita de una infinitud”, el lugar de algo irrepetible. Su carácter es casi sagrado. El artista es un oficiante. El público una feligresía.

En el terreno de la estética, el ascenso de la burguesía representó la línea más fuerte de cuestionamiento a la antigua ligazón entre arte y religión que había condicionado la evolución de aquél y la más moderna entre arte y estructuras de dominio. La afirmación de la autonomía del arte (viejo eslogan baudelairiano del art pour l'art y argumento recurrente de la legitimación cultural burguesa) tropieza, siguiendo a Benjamin, con dos paradojas internas que habrán de volverse tarde o temprano contra quienes la esgrimen:
  • Al liberar al arte de las estructuras de dominio lo arranca también de las estructuras del sentido, de modo que la autonomía del arte viene acompañada de su secuente: la disolución de las artes y la posibilidad de su banalización
  • Al despolitizar el arte y conquistar su autonomía (y puesto que toda imagen ha de estar referida a un modo de entender la realidad social, positiva o negativamente), existe el peligro de que los términos se inviertan y se produzca una estetización de la política que puede resultar contraproducente de cara a los objetivos primeros de liberación.
En cualquier caso, este arte que ha renunciado a ser heraldo de una verdad primaria y alejada de la experiencia cotidiana y se ha propuesto como objetivo una belleza frívola, desligada de las estructuras de la verdad, tarde o temprano terminará por no poder legitimarse a sí mismo. Esto, que acontecía ya en el terreno de lo ideológico, tuvo su expresión material con el desarrollo de las tecnologías. El desarrollo tecnológico, elevado exponencialmente en nuestro siglo, incide en la percepción estética:
  • Indirectamente, a través de la política y de la organización social que determinan nuevas relaciones de producción y de dominación, que el arte refleja o elude.
  • Directamente, aportando nuevos materiales y posibilidades de producción y reproducción de imágenes, y posibilitando la aparición de nuevos géneros de belleza y de arte: cine, fotografía, teatro interactivo...). Hoy podríamos extender esta lista a las nuevas músicas, el vídeo (danza, poesía visual, arte informático y net art, etc.) y constatar una evidente tendencia a la dispersión y la singularidad estética.
Toda esta problemática se anuda en el fenómeno categorizado por Benjamin como desauratización de la obra de arte. En primer lugar, el desvelamiento de la auténtica función de legitimación social del arte marca un giro en las actitudes de muchos intelectuales y artistas, que apuntarán ahora a la cabeza del sistema, con el objetivo declarado de desprestigiarlo y superarlo. Esta situación no se habría producido sin la entrada en precariedad del oficio de intelectual y artista. Las nuevas condiciones de la industrialización someten también al artista a una progresiva proletarización de su existencia, y su labor no puede ser ya todo lo desinteresada y autocomplaciente que quisiera el proyecto de autonomía de lo artístico. Junto a la obra, el artista que la propone y el intelectual que la comprende pierden también su aura y empiezan a acusar una sintomatología específica de la cultura occidental del siglo XX: el síndrome del último hombre, afección de la conciencia empeñada en superarse a sí misma vía superación de la metafísica, la cultura, el arte o el lenguaje.

El síndrome del "último hombre"

En la utopía nietzscheana, el paradigma del "último hombre" se corresponde con un estadio crepuscular de la conciencia humana, de carácter nihilista, situado en la víspera de la emergencia del "superhombre". Aunque esta figura es contemplada especialmente en sus rasgos negativos, constituye un elemento importante en la evolución humana como punto de culminación y decadencia de ese paréntesis evolutivo que constituye la odisea del hombre, y es una vía de acceso necesaria en el tránsito hacia la utopía, por lo que presenta una formulación positiva a través del hombre que quiere perecer, esto es, de aquel que ha tomado conciencia de su auténtica posición en el destino evolutivo de la especie y por ello se ocupa en acelerar el esperado evento aún a costa de su propia permanencia.

Se diría que intelectuales y artistas han acusado a lo largo del siglo XX esta "enfermedad de los discursos", cuyos síntomas se expresan a través de dos gestos igual de convulsos, pero contrarios en su expresión:

  • Toma repentina de conciencia de la perversión implícita en su propia naturaleza y función social como burgués y como intelectual. Rechazo de la propia clase y de la evolución que la ha llevado hasta el dominio de la sociedad y del discurso. Este aspecto se correspondería con la imagen negativa (crepuscular y pusilánime) del "último hombre".
  • Intento de colaborar en la superación utópica del orden social en el que se cuenta como intelectual o artista a través de realizaciones estéticas de sí mismo, entre las que se cuenta la fascinación por la propia destrucción. Este público harakiri no quiere ser la expresión de una culpabilidad heredada y redimida, sino de una culpa instaurada y asumida.
El problema en que incurre la actitud moderna al superar estéticamente aquella vieja función integradora y legitimadora de la estética radica en el fenómeno de institucionalización que la lleva a callejones sin salida. Por definición, la actitud moderna no puede institucionalizarse como tendencia sin dejar de ser moderna. El dato más evidente de esta paradoja se da en el ámbito del arte: el "maestro" y el "genio" como límites y catalizadores de una aspiración humana sucumben a las diversas corrientes de desmitificación y se institucionaliza el "rebelde". La imagen del artista incomprendido comprende ahora a todos los artistas, y todos llevamos dentro un artista incomprendido. Y el público diletante, hecho de esa mala conciencia con que se interpreta a sí mismo a través del arte y de la materia modelable de los que han encontrado todo hecho o saben que alguien lo hará por ellos, comprende todo aunque no lo entienda. Cada cual pretende dar fin al arte o la cultura por sus propios medios. El arte debería morir de muerte natural, pero el artista se empeña en matarlo.

Arte muerto y arte de morir

El arte (sus expresiones más válidas, aquellas que asumen por entero la renuncia a sus viejas funciones) sabe desde hace mucho tiempo que debe morir. Lo que no parece saber es cómo, ni qué vida renacida y trascendida debe alimentar con su cadáver.

Benjamin acoge en su reflexión tanto los aspectos positivos como los negativos de este desarrollo. La desaparición del aura es condición necesaria para la superación de un arte que la ha heredado de las viejas tradiciones de sentido: la época moderna, y la ideología que subyace a ella, es la oportunidad histórica para que esta distancia estética, que tiene su paralelo en la distancia social generada por el orden de dominio, quede superada. Contrariamente a lo que piensa Adorno, Benjamin no resulta más conservador que él a causa de su obsesiva preocupación por salvar el "sentido". Considérese que es la audacia estética del modernismo, la huida hacia delante de la forma propugnada por Adorno, la que reintroduce en la obra la problemática sociopolítica generada por la distancia aurática y la que apunta a separar cada vez más la esfera de lo estético de la de lo político. Frente a esta actitud, Benjamin propone una consciente politización del arte, un acercamiento a la masa que, por circunstancias de recelo histórico o de simple inaccesibilidad de la cultura para un sector amplio de la población, no termina nunca de producirse.

Rotas las distancias y prevenciones que inspiraba la percepción del viejo aura de la obra de arte burguesa, la experiencia moderna incorpora un nuevo tipo de sublimidad diferente al modelo kantiano del autorreconocimiento en un nivel superior de la jerarquía de la conciencia que habita nuestro yo limitado: se trata de la experiencia de shock. Dicha experiencia surge de una percepción nueva de lo sublime, ya no espiritual, sino corporal, de una desvelación impía de todos los misterios, de la aceleración de la historia y de la vida cotidiana en las sociedades urbanas.

El renacimiento de lo sublime bajo la experiencia de shock trae consigo una aceleración en la caída de las imágenes, en la pérdida de los significados, de donde se deriva la prevención benjaminiana frente al optimismo progresista. Más coherente que el propio Adorno en su crítica de la conciencia ilustrada, Benjamin no se plantea la coexistencia e interacción mutua entre arte y técnica como una carrera en el vacío en la que ambos desarrollos de la conciencia humana se apoyarían y estimularían mutuamente, ni tampoco como un pulso histórico en el que los dos adversarios se tomarían constantemente la medida, sino como una auténtica lucha cuerpo a cuerpo en el espacio de la conciencia humana y su vivencia de la temporalidad y el destino.

Acaso la dialéctica adorniana, desde la que el arte de vanguardia acepta todos los retos lanzados por la tecnología, no describe sino un proceso en el que el arte, bajo la apariencia de su autosuperación constante y de la apertura de nuevas formas de problematización, no hace sino marcar el paso dictado por la tecnología, aplicada en el siglo XX sobre todo a usos de dominación y destrucción. Aquí se trataría no de una politización del arte, sino de una peligrosa artificación de la política. No se trataría ya de la muerte del arte, sino del arte de la muerte.

El proceso no ha dejado de desarrollarse y consolidarse bajo la forma de consumo cultural (seguimos llamando cultural al mero consumo de imágenes por el carácter ritual que conserva), al punto que los productos culturales son identificados con los banales espectáculos. Lejos de politizarse nuestras energías estéticas, seguimos contribuyendo a estetizar las fuerzas políticas. El arte ha invadido la vida, pero no con su carga de sentido, sino bajo la forma alienada de espectáculo alienante y morboso. Y el espectáculo (ya lo advierte Debord) es la muerte. Por eso no se le puede matar. Por eso se vigoriza con cada ejecución.

No todo arte se halla dentro de esta dialéctica. Se dan entre sus expresiones muy diversos grados de integración y de subvención ideológica. Ciertas fórmulas artísticas contribuyen a variar ligeramente las estrategias. Otras pocas escapan de los condicionantes mercantiles y espectaculares. Por último, se dan modos de expresión (en algunos casos formulados como "arte", en otros no) como el grafiti, algunas subculturas y contraculturas que todavía pueden aportar cierta espontaneidad. Pero, en última instancia, todo ello se encuentra condicionado por la estructura del mercado, las instancias de control político y el miedo: el miedo helado al pasado (el horror) y el miedo a las hogueras del futuro (el peligro) que tan bien supo mezclar Kafka en un mismo patetismo.

Cabe constatar, por fin, que es sumamente difícil ya hablar de superación del arte desde el arte (como de superación de la cultura desde la crítica). Y que al menos conviene revisar el ya clásico proyecto de artificación de la vida propugnado por las vanguardias (tan artificial) y estudiar el modo de vitalizar el arte arrancándolo de las instituciones. No hay otra forma de seguir cultivando la expresión artística de un modo no hipócrita: olvidar el discurso de la muerte del arte y procurar arrancar al arte de la muerte. Observamos numerosas emisiones de este propósito en la escena social. En cualquier caso, su destino resulta ser invariablemente la marginalidad, la ausencia de escenario. Aquélla era la paradoja del arte espectacular; ésta es la paradoja del arte espontáneo.

por Luis Navarro
ilustraciones de Miguel Sotos

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